Después del pasaje de la multiplicación de los panes y de los peces, que escuchamos el domingo pasado, Jesús comienza su discurso sobre él mismo, como el “Pan de la Vida”. Éste viene preparado por el relato del Éxodo que refiere el pasaje donde Dios alimenta con el maná al Pueblo de Israel, en su camino por el desierto. San Pablo, por su parte, nos habla de la conversión cristiana, con la figura del “hombre nuevo”.
 
Israel, en su trayecto por el desierto, al sentir hambre y sed, experimentó la tentación de regresar a Egipto. Le parecía alto el precio de su libertad y quería volver al lugar de la esclavitud. Sin embargo, el Señor interviene y lo alimenta con las codornices. Le ofrece además otra “extraña” comida, “una especie de polvo blanco semejante a la escarcha”. Al no saber de qué se trata, los israelitas preguntaban: “manhú”, que en lengua hebrea significa: “¿qué es esto?”. De allí el nombre del “maná”. Moisés explica que es el pan que el Señor les da como alimento, para continuar el camino.
 
Tras la multiplicación de los panes, Jesús se retira a la montaña. Después de caminar sobre las aguas, alcanza a sus discípulos que van en la barca y llega con ellos a Cafarnaúm. La multitud va a buscarlo. Jesús quiere que la gente entienda bien el significado del signo realizado, pues lo buscan sólo por “por haber comido de los panes hasta saciarse”. Les dice: “No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre…”
 
La gente todavía no había captado el sentido exacto de la multiplicación de los panes y los peces. No se trataba sólo de satisfacer una necesidad física, aunque ésta tenga su importancia. Ante todo, quiere mostrar un don mejor y más excelente: Jesús es el Pan verdadero, el que es y da la Vida. Él es el alimento que se ofrece para colmar los deseos humanos más profundos. Por eso invita a las personas a procurarse no sólo el alimento que perece, sino el que dura para la vida eterna.
 
La multitud empieza a entender. Descubre que el Señor pide conversión, por eso pregunta: “¿qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?” La respuesta de Jesús es inesperada: “La obra de Dios consiste en que crean en aquel a quien él ha enviado”. En el ambiente judío, acostumbrado al cumplimiento de la Ley de Moisés, se habría esperado alguna lista de preceptos para cumplir con rigor. Pero Jesús cambia la perspectiva y dice que la obra de Dios es “creer en su enviado”. La acción más importante la realiza Dios mismo, enviando a su Hijo. A nosotros nos toca responder adhiriéndonos a él, por medio de la fe.
 
Así como los israelitas en el desierto, sin méritos propios, fueron alimentados, ahora el mismo Dios es quien otorga el alimento de vida eterna a los que creen en su Hijo. La fe es un don que Dios otorga gratuitamente, pero requiere la aceptación humana y pide compromiso de fe y fidelidad.
 
La multitud, sin entender aún la enseñanza, exige un signo para creer. En realidad, el signo ya lo han visto en la multiplicación de los panes y los peces, pero no les parece suficiente, pues aún no tienen fe en Jesús. Ellos aluden al “maná” bajado del cielo, el “trigo celeste”, como lo llama el Sal 77, que sus padres comieron en el desierto, pero murieron. Jesús corrige de nuevo a la multitud. El maná era en realidad un pan material que pudo saciar el hambre física, en cambio, el genuino Pan del cielo alimenta la vida en su sentido pleno. Este Pan es el propio Jesús, enviado por el Padre para ser alimento que sustenta la existencia humana integral, el único que puede satisfacer todas nuestras necesidades, físicas y espirituales.
 
Moisés no podía ofrecer un alimento de tal naturaleza, que sólo Dios puede dar, el Pan que baja del cielo y da la vida al mundo. Este don inigualable es capaz de comunicar la vida verdadera, la comunión con Dios, que genera una existencia nueva en la fe, en la esperanza y en el amor. Cuando la gente logra entender de qué se trata, de dice a Jesús: “Señor danos siempre de ese pan”. Jesús responde: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”.
 
Jesús no es sólo el único que puede satisfacer nuestros anhelos más grandes y profundos, sino que nos ofrece la vida en plenitud y la vida eterna. Sólo por medio de
él podemos encontrar el sentido a nuestra existencia, la satisfacción plena de nuestras aspiraciones humanas más altas y, sobre todo, por él podemos vivir en comunión con el Dios amor, el Dios uno y trino, lo que, como consecuencia necesaria, nos lleva a la comunión y caridad con nuestros hermanos.
 
Alimentarnos con el Pan de la Vida significa creer en Jesús, comulgar con su palabra y con su cuerpo y sangre en la Eucaristía, pero también con su testimonio de caridad hacia los hermanos e implica seguirlo como genuinos discípulos misioneros suyos, en Iglesia sinodal. Cristo Pan de Vida nos renueve nuestra mente y en nuestro espíritu para que, “revestidos de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios” podamos llevar una vida “recta y pura, fundada en la verdad”.
 
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