En el tercer domingo de Cuaresma, el libro del Éxodo recuerda que Dios eligió a su pueblo y le pidió una respuesta, concretizada en la obediencia a sus mandamientos, en el Decálogo. Mientras, san Pablo nos hace mirar a Cristo crucificado, fuerza y sabiduría de Dios, san Juan presenta a Jesús efectuando un gesto profético en el templo, el cual anuncia al Nuevo Templo santo de Dios, que se tendrá cumplimiento en su Misterio pascual.
Después de recordar lo que ha hecho por Israel, al sacarlo de Egipto y otorgarle beneficios, Dios pacta una alianza con él y le entrega el Decálogo. Éste se funda en la generosidad divina, por la cual eligió y liberó de la esclavitud a su pueblo. Por eso lo primero es respetar y reconocer a Dios como único Señor, adorarlo y rechazar todo falso culto a los ídolos, no son sólo los fabricados con materiales, sino todos aquellos ante los que la gente se inclina y les rinde honores.
San Juan narra cómo Jesús lleve a cabo una acción inesperada en el templo, una institución judía tan importante, en torno a la cual giraba su vida religiosa, social y política. Desde sus inicios, Israel sintió la presencia de Dios de diferentes maneras: en la nube, en la tienda de la reunión, en el arca de la alianza y en los pequeños santuarios. Con el tiempo, Salomón construyó el templo de Jerusalén, para hacer visible la comunión del pueblo con su Dios y ofrecerle culto. Se esperaba que al final de los tiempos, en el templo se manifestara la victoria definitiva del Señor.
Sin embargo, el templo poco a poco se fue alejando de su sentido original, de lugar de encuentro con Dios y espacio sagrado para orar, hasta convertirlo en sitio de culto vacío y mercantilista. Herodes hizo del templo un lugar de belleza y grandiosidad extraordinaria, pero lejos de buscar dar gloria a Dios, quería engrandecer su imagen, atraer beneficios económicos con los peregrinos y aumentar el tributo al Imperio. Las ofrendas y sacrificios estaban contaminados de intereses mundanos.
El templo de Jerusalén había dejado de ser un signo religioso, para convertirse en símbolo de un sistema económico, social y político desagradable a Dios. Jesús, por tanto, no quiso solamente purificar un culto en cuanto tal, sino dar un vuelco a las desviaciones que habían propiciado que el pueblo se olvidara del espíritu de los mandamientos, en el que Dios es el centro y cada persona es un signo de su presencia. Era necesario un “Nuevo Templo”, porque el viejo no estaba ya al servicio de Dios y de la alianza, ni se preocupaba de los humildes y marginados.
El evangelio no teme mostrar a Jesús airado, tomando un látigo de cordeles y echando del templo a los mercaderes. La razón es que “han convertido en un mercado la casa de mi Padre”. Este gesto profético es radical no es sólo contra la institución cultual. Es una acusación contra todo sistema que intente manipular el nombre de Dios con fines extraños. Jesús, en su cuerpo, se manifiesta como el Nuevo Templo que genera nuevas relaciones con Dios y con los demás, con nuevos signos y un nuevo culto.
A partir de una “pequeña” acción de Jesús, San Juan nos lleva a percibir el mensaje profundo: Jesús es el verdadero “Templo”, donde acontece el genuino encuentro con Dios. La escena está iluminada por la experiencia pascual, que hace descubrir cómo ese Nuevo Templo y nuevo culto no son un lugar, sino la persona de Cristo muerto y resucitado.
Ese pasaje, por tanto, no se reduce a una simple “purificación” del templo de Jerusalén. Jesús no sólo limpia. Él renueva. Genera una religión libre de atavismos y ritualismos muertos y suscita un culto nuevo y vivo, nacido de la fe y del corazón sincero. Al mismo tiempo que el Señor se manifiesta como el nuevo Templo de Dios, declara que la gloria del Padre habita en él y en quienes renueva por el bautismo. Por Jesús y en Jesús el creyente se convierte en templo santo de Dios, como afirman 1 Co 3,16-17 y 1 Pe 2,4. Por eso, no es extraño que durante los primeros tiempos las comunidades cristianas no tuvieron templos, porque Jesucristo es el
Templo, en el que nos encontramos con el Padre, y la comunidad con cada bautizado es morada del Espíritu Santo.
Necesitamos afianzar nuestra en fe en Cristo, verdadero Templo de Dios, y la convicción de que nosotros mismos somos espacio donde él habita, pero también debemos preguntarnos si nuestros templos materiales son realmente lugares propicios para el encuentro con el Señor y con los hermanos, si no habremos intentado a veces manipular a Dios para ponerlo a nuestro servicio, en lugar de que nosotros lo sirvamos. Necesitamos recuperar el sentido genuino de nuestros recintos sagrados, para que sean realmente casas de oración, en las cuales celebremos nuestra fe, la fraternidad y la vida. No caigamos en el mismo error de los judíos del tiempo de Jesús, convertir nuestros templos en mercados.
Reconocer a Jesús como “Nuevo Templo”, en el que nos encontrarnos con el Padre, significa que los bautizados vivamos unidos a él, mediante la oración, la escucha de su Palabra y la celebración de los sacramentos, especialmente por medio de la Eucaristía, pero también significa que, por medio de la caridad, sepamos valorarnos y valorar a nuestros hermanos en Cristo, para aprender a reconocernos como templos vivos y santos de Dios.
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