Con mucha alegría, celebramos el aniversario 493 de la presencia de la Madre de Cristo, bajo su advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, en nuestra Patria. Agradecemos a Dios la salvación que nos ofrece en su Hijo, quien tomó carne en el vientre de María. También agradecemos que la propia ella nos haya traído el mensaje de salvación a este pueblo.
En el Antiguo Testamento, los profetas anunciaron la salvación de Dios para su pueblo. El pasaje de Isaías que proclamamos se remonta al s. VIII a.C., durante la dominación asiria. Ante esta amenaza, Pécaj, rey de Israel y Rasom, rey de Aram se aliarom para defenderse, e invitaron a Ajaz, rey de Judá, para que se uniera a ellos. Pero, éste, creyendo actuar con astucia, no solo rechazó la invitación, sino que buscó hacer alianza con el propio rey de Asiria, Tetglatfalasar.
El Señor, por medio de Isaías, le advirtió a Ajaz de los peligros de tal alianza y le invitó a confiar en Dios, pero el rey de Judá no quiso escuchar. Entonces el profeta lo invitó a pedir una señal de que Dios estaba con su pueblo, pero el rey, fingiendo respeto respondió: “No la pediré. No tentaré al Señor”. Era sólo un pretexto, pues él ya había tomado la decisión de confiar en Asiria. A pesar de todo el Señor le dará una señal: un niño que nacerá de una joven doncella y cuyo nombre será “Emmanuel”, que quiere decir “Dios con nosotros”. Este pequeño simbolizaría que el Señor estaba con Ajaz y con su pueblo.
Aunque el oráculo de Isaías tuvo lugar mucho tiempo antes y quizás se cumplió con el nacimiento de algún niño, cuya identidad no conocemos, sin embargo, esa profecía tuvo su pleno cumplimiento ocho siglos más tarde, “cuando llegó la plenitud de los tiempos”, como dice san Pablo en su carta a los Gálatas, cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido de una mujer, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos”.
El Apóstol enseña que estar justificados por la fe, no por las obras de la ley, se debe a que en “la plenitud de los tiempos”, Jesucristo ha inaugurado la época nueva y definitiva. Ha caducado el régimen de la ley, que venía desde Moisés y bajo el que vivíamos como niños bajo el dominio del pecado y de los ídolos. Pero ese tiempo ha terminado y ha iniciado la plenitud de la historia, que inaugura el Hijo, “nacido de una mujer”, bajo la ley, para rescatar del dominio de la misma ley. Esta “Mujer” tiene un lugar único en la obra de la salvación.
La ¨Mujer”, por medio de la cual Dios inaugura la plenitud de los tiempos es la que da a luz al Verbo eterno. Ella, la elegida y predilecta, que en la anunciación fue llamada “llena de gracia”, es también la que ahora “se encamina presurosa a un pueblo de las montañas de Judea”, como mensajera de Dios, para llevar la “buena noticia” acerca de que el Señor está por salvar a la humanidad del yugo del pecado y de la muerte. Ella, la “Mujer” privilegiada por ser la futura madre del Salvador, va ahora en actitud de servicio a la casa de Isabel, que espera el nacimiento del Precursor.
Ella misma, la “llena de gracia” y “bendita entre las mujeres”, ha querido ser también la mensajera del Evangelio en nuestra tierra. Un milenio y medio después de lo narrado por san Lucas, María se encamina presurosa a otro pueblo, junto a la montaña del Tepeyac, para traer también de la buena noticia de la salvación y la esperanza.
María Santísima de Guadalupe, en medio de la situación crítica y dolorosa que representó la conquista y la destrucción del Imperio mexica, apenas diez años antes, vino a mostrar el rostro del “Verdadero Dios por quien se vive”, el rostro del Dios que bendice y redime, el rostro del Dios que ama y desea lo mejor para todos sus hijos, el rostro del Dios que quiere que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad. María Santísima de Guadalupe es desde entonces la “Estrella de la evangelización”, la misionera que trae la dichosa noticia de la salvación y de la esperanza.
El pasaje de san Lucas está envuelto por una atmósfera de alegría. Desde el saludo de María, la creatura saltó de gozo en el seno de Isabel, quien llena del Espíritu Santo, exclamó jubilosa una bella bienaventuranza dirigida a la Madre de su Señor. Y María respondió con el gozoso cántico del Magníficat. Todo es felicidad porque la presencia salvadora de Dios da sentido nuevo a todo, no obstante los obstáculos, dificultades y problemas que puedan existir.
Quienes creemos en la alegre noticia de la salvación que vino a anunciar en estas tierra la “Mujer”, por la que llegó la salvación en la plenitud de los tiempos, no podemos vivir sumergidos en la tristeza y en la angustia, a pesar de las adversidades, pues estamos seguros de que el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, nos acompaña siempre y que la Madre del Salvador está aquí para mostrarnos su amor, compasión, auxilio y defensa y para remediar nuestras penas y dolores. Esta esperanza es la que otorga nuevo y pleno sentido a toda nuestra vida.
Pero tampoco podemos, como el rey de Judá, Ajaz, confiar en nuestra astucia y propios planes, más que en el Señor. Antes bien, la auténtica fe en el Verdadero Dios por quien se vive, la genuina esperanza del Adviento y la sincera gratitud a la que vino anunciarnos el gozo del Evangelio, nos comprometen a caminar juntos como Iglesia sinodal y a construir una mejor sociedad y una patria más justa y fraterna.