El segundo domingo del Cuaresma posee un rasgo muy especial. Enfatiza que este tiempo es camino hacia la meta, que es celebrar con Cristo su victoria pascual. El pasaje de la transfiguración del Señor que hoy nos ofrece la liturgia es muy elocuente en este sentido.
 
La montaña, posiblemente a causa de su majestuosa altura y del misterio que la rodea, muchas veces ha sido considerada como un punto de encuentro entre el cielo y la tierra, por eso diversos pueblos han tenido o tienen una “montaña sagrada”. En algunas religiones se creía incluso que la montaña era precisamente morada de sus dioses. Aunque Israel intentó purificar los elementos paganos, no fue del todo ajeno a esa mentalidad. La montaña con su solemne inmensidad también fue propicia para la revelación divina.
 
El Génesis presenta a Abraham subiendo la montaña para un encuentro crucial con Dios. Fue doloroso pero necesario para romper las prácticas paganos de sacrificios humanos, con los que se buscaba agradar a los dioses. En la montaña Abraham aprende a fortalecer su fe y a tener total seguridad en Dios. El Señor transforma la obediencia del Patriarca en bendición y fecundidad. En vez de muerte, se renueva la promesa que hace renacer la esperanza de la vida.
 
San Marcos, por su parte, presenta a unos discípulos desconcertados por los anuncios de Jesús sobre su pasión. Entran en crisis al no entender a un Mesías sufriente. Este mesianismo les parece extraño. Entonces Jesús lleva a Pedro, a Santiago y a Juan ante la presencia de Dios en la montaña, y se transfigura frente a ellos que aún no lo comprenden su sacrificio pero sí lo admiran esplendoroso. Moisés y Elías, quienes experimentaron la revelación de Dios en la Montaña, testifican que la Ley y los Profetas avalan la autenticidad de su mesianismo y misión de llegar a la gloria por el camino de la cruz.
 
El Padre vuelve a pronunciar las mismas palabras del bautismo: “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”, Los discípulos necesitan escuchar para percibir la pequeñez y de sus angustia y descubrir la grandeza de la misión que les espera. Jesús les permite lanzar su mirada hacia la meta a la que se encaminan: participar de la gloria de su Señor. Al contemplar y escuchar a Jesús, los discípulos logran obtener una visión más profunda de su Maestro y de lo que significa para ellos. Esto los fortalece y anima para retomar el seguimiento por el camino a Jerusalén, que todavía no acaban de entender.
 
Deslumbrado por la visión, Pedro propone algo inaceptable: permanecer en el monte contemplando. Aún no entiende que no es posible quedarse pasmado por la belleza que anticipa la Resurrección. Él y los otros discípulos deben comprender que es preciso descender y continuar el viaje a Jerusalén para acompañar a Jesús en su mesianismo sufriente. Necesitan encontrar el sentido a cada instante de sus penas y fatiga y trabajar por construir desde la pequeñez el ideal que se manifiesta en la Transfiguración.
 
Desde ahora Pedro y sus compañeros pueden dimensionar mejor todo como parte de un camino difícil pero necesario, y comprender la grandeza de construir desde el sufrimiento, sin caer en el absurdo. Ellos ahora pueden aceptar la cruz como servicio, sabiendo que así se construye el reino de Dios. Quedarse en el monte carece de sentido.
 
La “nube” que los cubre con su sombra evoca la presencia protectora de Dios a su pueblo en el desierto. Y las palabras pronunciadas desde esa nube, “éste es mi Hijo” , dan un enorme vuelco en la forma de mirar y experimentar a Jesús. En la resurrección los discípulos podrán descubrir todo con plenitud. La manifestación en la montaña fortalece la fe y hace recobrar el ánimo, después del anuncio de la pasión y de las condiciones para seguirlo (Mc 8,31-38). Renovar la fe es necesario para no perder el sentido trascendente de la vida del discípulo.
 
Desde la Transfiguración es posible mirar al futuro y la fuerza que impulsa a seguir a Jesús, a pesar de los obstáculos, fatigas y sufrimientos del camino. La misión no consiste en construir tres frágiles y efímeras tiendas, que sólo pueden proporcionar un poco de cobijo y mínima seguridad, sino en construir el Reino perenne a base de esfuerzo, entrega y sacrificio. La transfiguración de Jesús, la nube y las palabras del Padre otorgan sentido a la cruz. El mismo Padre, que pide escuchar a su Hijo, es el mejor garante. Por eso san Pablo asegura que está a nuestro favor el mismo que “no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”
 
En esta Cuaresma, desde la montaña de la Transfiguración, con Pedro Santiago y Juan, los mismos discípulos que acompañarán a Jesús en la agonía de Getsemaní, podemos preguntarnos: ¿Que significa para nosotros contemplar a Jesús transfigurado? ¿Estamos dispuestos a seguirlo en su camino sufriente, con la sola garantía que nos ofrece el Padre o preferimos buscar pobre seguridad en frágiles chozas? Escuchemos en verdad a Jesús, Palabra eterna de Dios encarnada, quien se nos ofrece también en el banquete eucarístico.