“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. (Jn 6, 68)
 
La Palabra del Señor interpela hoy fuerte y seriamente nuestra vida cristiana y nos invita a tomar opciones firmes. Finalizamos el “discurso del Pan de vida”, en el capítulo sexto del evangelio de san Juan. Esta conclusión es sumamente importante porque que nos llama a tomar una decisión que habrá de orientar nuestra existencia.
 
San Juan menciona que muchos discípulos no están dispuestos a aceptar la enseñanza de Jesús y deciden abandonarlo. Pero también aquí tiene lugar la formidable respuesta enunciada por Pedro. Este pasaje del evangelio viene preparado por el compromiso de Josué y de todo Israel de no abandonar al Señor para seguir a otros dioses. Por su parte san Pablo, en la carta a los Efesios se refiere a las implicaciones que conlleva la decisión de los esposos al asumir la vida matrimonial.
 
Josué, sucesor de Moisés, al entrar en la tierra prometida, reúne en Siquem a las tribus de Israel y las confronta para que decidan entre servir al Señor o a los dioses de los cananeos. Josué expresa con firmeza la opción de él y de su familia: “Serviremos al Señor”. También el pueblo, por su parte, responde resueltamente: “Lejos de abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios…” Reconocen que el Señor los ha librado de la esclavitud de Egipto y ha hecho grandes prodigios en su favor. Por eso, todos asumen la decisión firme e irrevocable de servir sólo al Señor.
 
Al concluir su discurso donde se presenta a sí mismo como Pan de vida, Jesús enfrenta el rechazo de los judíos e incluso de algunos de sus discípulos. Se rehúsan a aceptar la “verdadera comida y bebida”, la carne y la sangre del Señor. Se escandalizan y exclaman: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?”
En virtud de que los judíos tenían prohibido comer la sangre de los animales (Gn 9,4; Lv 17,12), las palabras de Jesús sonaban impactantes, aunque desde luego no se trataba de entenderlas literalmente. “Comer su carne y beber su sangre” expresan la comunión íntima con Cristo, en el amor. En el discurso del “pan de vida” se expresa el gran amor de quien ha tomado nuestra frágil condición humana y está dispuesto a entregar su vida en sacrificio de oblación redentora, para ofrecerse como alimento de vida eterna. Este alimento es la persona completa de Cristo: su Palabra y su Eucaristía, pero también su ejemplo y testimonio.
 
Jesús se dirige con cierta tristeza a los que parecían haber creído, pero que, sin embargo, ahora murmuran (como lo hicieron los israelitas en el desierto) y los cuestiona: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería su vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?” Entonces añade el Señor en tono de reproche: “El Espíritu es quien da la vida… Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen”.
 
La oferta de amor de Jesús encuentra rechazo y oposición. Lo más triste es que muchos que parecían haberlo aceptado como Mesías, “ya no querían andar con él”. Por eso Jesús cuestiona también a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?”. Pedro, en nombre de sus compañeros, responde con una genuina profesión de fe: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.
 
El apóstol Pedro reconoce abiertamente que Jesús es el enviado del Padre eterno y Señor de la vida, por eso sus palabras no son ideologías humanas sino que son “de vida eterna”. En consecuencia, la aceptación de ellas exige una opción existencial, radical e irreversible. Aceptar a Jesús significa reconocerlo como Mesías y Salvador y seguirlo con absoluta fidelidad. Quien lo abandona se priva del don de la salvación.
 
Jesús nos hace hoy la misma pregunta: “¿También ustedes quieren dejarme?”. La respuesta no puede ser sólo de palabra. Seguramente todos diríamos que sí queremos seguirlo, pero esto sólo se puede demostrar con actitudes que denoten nuestra opción por él. Quedarse con Jesús significa ser cristianos católicos no sólo de nombre, sino creyentes genuinos, capaces de testimoniar su palabra con la propia vida; significa superar una religiosidad fácil y cómoda; quedarse con Jesús significa alimentarse de su Palabra y Eucaristía, pero también de su ejemplo y testimonio de entrega, para dirigir la existencia según al mandato supremo del amor a Dios y al prójimo. Pretender quedarse con Jesús sin optar realmente por él, equivaldría a una triste “representación teatral” (significado etimológico griego de la palabra “hipocresía”).
 
San Pablo enfoca el compromiso cristiano a la vida matrimonial. El amor de los esposos constituye una expresión del amor y entrega de Cristo por su Iglesia. Así como los cónyuges deciden vivir esa opción existencial, todos los creyentes también necesitamos optar por vivir la fidelidad al Señor.
 
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