El Señor expresa su libertad y soberanía que tiene como Mesías e Hijo de Dios, pues él procede del Padre, el Legislador supremo. “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” significa que el criterio de discernimiento lo establece él mismo.
 
Con frecuencia, en distintas culturas, las leyes nacen de la necesidad de proteger un valor como la salud, la vida, la familia, la propiedad… Para el Pueblo hebreo la “Ley” significó la respuesta a su Alianza con Dios, al elegirlo gratuitamente de entre todos los pueblos de la tierra. Por eso, su observancia llegó a ser fundamental para su vida y su historia.
 
El libro del Deuteronomio se refiere concretamente a la observancia del sábado, el cual más que un mandato cualquiera llegó a ser emblemático en el campo de la observancia religiosa. El precepto de guardar sábado tuvo en el Antiguo Testamento dos aspectos importantes e inseparables: abstenerse de trabajar, para honrar a Dios; pero también respondió a la necesidad humana de tener un día de descanso, incluyendo de migrantes y esclavos. Por tanto, el reposo sabático buscó rendir honor a Dios, pero también ejercer misericordia hacia las personas necesitadas, incluyendo a los no judíos, migrantes y esclavos, quienes generalmente eran obligados a trabajar siempre.
 
El evangelio nos invita a mirar a Jesús como Maestro, Dueño y Señor del sábado, es decir aquel que está por encima de la Ley. Él devuelve al precepto sabático su sentido original y le otorga su justo valor y lugar. El Señor no invita a trasgredir los mandamientos divinos, de los que reconoce su valor sagrado, pero sí se muestra libre y enseña la libertad, frente a ellos. Sobre todo, se opone a las observancias legalistas. Su objetivo es volver al espíritu del mandamiento, por encima de la letra en sí misma.
 
Al mismo tiempo que Jesús salvaguarda el honor debido a su Padre, también lo hace con la misericordia con el prójimo, sobre todo con el más necesitado. Por eso, cuando es necesario, cura a los enfermos, como al hombre de la mano tullida, aún cuando sea sábado o permite que sus discípulos recojan granos de trigo en ese día sagrado.
 
Con el recuerdo de lo que hizo David, cuando en situación de necesidad, con sus compañeros comió los panes destinados a los sacerdotes, Jesús apela a la misma Sagrada Escritura para justificar su actuar. Demuestra que la Biblia no considera el sábado, ni otros preceptos, como una obligación absoluta e inapelable, hasta el punto quedar esclavizados a ellos, en cualquier circunstancia. Por el contrario, expresa la necesidad de volver al espíritu del precepto que es rendir honor a Dios y tener misericordia con el prójimo. Al mismo tiempo, el Señor expresa su libertad y soberanía que tiene como Mesías e Hijo de Dios, pues él procede del Padre, el Legislador supremo. “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” significa que el criterio de discernimiento lo establece él mismo.
 
Al curar al hombre con la mano tullida, en un lugar sagrado (la sinagoga) en un día sagrado (el sábado), Jesús no está actuando como quien ejerce una profesión cualquiera, por lo que habría cometido una trasgresión. Lo que hace es en realidad un “milagro”, es decir, una obra portentosa que sólo puede tener lugar si viene de Dios. El “milagro” tiene también la doble connotación: es para reconocer a Dios como Señor y Dueño de su creación, pero también para beneficio de una persona necesitada.
 
Por tanto, para comprender los mandamientos de Dios, es imprescindible no perder de vista su doble finalidad. Jesús enseña en diversas circunstancias que Dios prefiere la misericordia al sacrificio ritual. El mismo Jesús cita dos veces al Profeta Oseas que dice: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7).
 
El Dios de Jesucristo es un Padre, que ante todo quiere expresar su amor. Los mandamientos, si bien son reconocimiento de su autoridad, también favorecen el crecimiento del amor en el mundo. Es fundamental no deformar la intención de Dios, como si quisiera imponer, inflexible y autoritariamente, una exigencia incondicionada en todo tiempo y lugar.
 
Cuando las circunstancias cambian, Dios (que es Padre, no “padrastro”) busca el bien de sus hijos y adapta su voluntad al bien ellos mismos, especialmente cuando se trata de la relación con el más necesitado. Dios nunca prohibiría hacer el bien, aunque sea en un día destinado a reconocerle y a darle culto. Más aún, “hacer el bien” es la mejor forma de honrar a Dios y rendirle culto. La voluntad amorosa de Dios se adapta a las circunstancias y necesidades de las personas.
 
San Pablo, en la segunda carta a los Corintios, se refiere a su ministerio apostólico, el cual lleva “como un tesoro en vasijas de barro”. Este ministerio que proviene del Señor y que él mismo le ha confiado, se ubica también en la dinámica del amor generoso, ya que precisamente está al servicio del amor. El ministerio apostólico de san Pablo y de toda la Iglesia está en consonancia y continuidad con el ministerio del propio Jesús, cuya centralidad está en el amor: nace del amor de su Padre, para servir con amor a sus hermanos. Todo servicio o ministerio se alimenta y fortalece con la Palabra y con la Eucaristía, para honrar a Dios y servir al prójimo.
 
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