Estamos llegando al fin del año litúrgico. El próximo domingo, con la fiesta de Cristo Rey del Universo, concluiremos Dios mediante el presente e iniciaremos el nuevo ciclo litúrgico, con el primer domingo de Adviento. Por este motivo la Palabra de Dios nos invita a estar preparados, en medio de las adversidades, para la venida definitiva del Señor al final de los tiempo, viviendo en esperanza y fidelidad a Él. Estas actitudes nada tienen que ver con la pasividad placentera o el pacifismo amorfo de una vida cómoda y despreocupada. Al contrario, la esperanza y fidelidad llevan a acciones concretas que comprometen la vida.
Cristo Rey del Universo
El libro de los Proverbios, que recopila expresiones y dichos que reflejan la experiencia sabiduría del pueblo judío, nos presenta un elogio a la mujer trabajadora, la esposa diligente y buena administradora y, sobre todo, generosa: Dichoso el hombre que encuentra una mujer hacendosa: muy superior a las perlas es su valor. Su marido confía en ella, y no le faltan riquezas; todos los días de su vida le procurará bienes y no males… Es digna de gozar del fruto de su trabajo y de ser alabada por todos. Como la mujer descrita en este libro sapiencial, que asume con autenticidad la esperanza y la fidelidad a Dios como actitudes fundamentales, también las expresa en los compromisos claros y concretos de su actuar cotidiano.
San Pablo en la Carta a los Tesalonicenses nos invita a estar vigilantes, esperando la venida del Señor, que llegará de improviso como un ladrón en la noche. Por eso, necesitamos estar preparados, en esperanza y fidelidad genuinas, para que esa llegada no nos tome por sorpresa. Nos exhorta a vivir como “hijos de la luz, no de las tinieblas”. “Por tanto, no vivamos dormidos como los malos, antes bien mantengámonos despiertos y vivamos sobriamente”. El Apóstol pide mantener la actitud de esperanza auténtica y comprometida, en alerta constante.
En el contexto del anuncio de la venida del Hijo del hombre, la “parábola de los talentos” ilustra la fidelidad en el reino de Dios, que “se parece a un hombre que iba a salir de viaje, llamó a sus servidores de confianza y les encargó sus bienes: a uno le dio cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se fue. Mateo habla de “talentos” (no de “minas” como Lc 19,12-27), la más alta denominación monetaria. En tiempos de Jesús un “talento” equivalía a un poco más de 34 kgrs., generalmente de plata. Esta cantidad estratosférica pone de relieve la magnitud de la encomienda, pero también la responsabilidad frente a ella.
La parábola continúa: El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y allí escondió el dinero de su señor. Las acciones de los servidores contrastan. Mientras los dos primeros hacen producir el talento recibido, el tercero lo esconde. El amo confía a cada servidor lo que puede administrar. No da lo mismo a todos, ni les exige por igual. Respeta las capacidades y a nadie obliga a dar más de lo que recibe y puede producir.
A simple vista pareciera que el último servidor no hizo algo malo o deshonesto. Desde una perspectiva estrictamente legal hizo lo correcto, pues no robó el talento de su amo, ni lo usó para su provecho. Tal como lo recibió, lo devolvió. Todo parece legítimo. Pero, ¿es así realmente?, ¿el amo comete injusticia con su exigencia?, ¿tiene razón el último siervo al reclamar a su amo por ser “un hombre duro” que quiere cosechar lo que no ha plantado y recoger lo que no ha sembrado? ¿Es injusta la orden de quitarle el talento y dárselo a quien ya tiene diez”?
Para responder bien, es preciso entender el dinamismo del Reino. Ciertamente Dios es un Padre bueno y generoso, pero que quiere a sus hijos en camino de perfección. Por eso, al tiempo que otorga “talentos” o cualidades, también exige frutos. No es como ciertos padres humanos que, bajo falso cariño, consienten en exceso a sus hijos, los solapan, no los dejan crecer y hasta justifican sus errores, aunque después lo lamenten.
Las grandes cantidades, representadas por los “talentos”, expresan la magnitud de lo que Jesús confía a sus discípulos, pero también indican el grado de responsabilidad de cada uno. No poner a trabajar los talentos recibidos constituye grave pecado de omisión. Pero, lo más bello de la parábola es la recompensa. San Mateo (25, 21.23) no habla de gobernar ciudades (como en Lc 19,17.19), sino de “entrar en el gozo del Señor”, resaltando así más la comunión que la posesión, como premio a la fidelidad. El peor castigo no consiste en la privación del talento, sino en “ser arrojado fuera”, lejos de toda posibilidad de comunión con el Señor.
Dios nos ha dado talentos, capacidades para crecer y ser mejores, pero también para hacerlas fructificar y contribuir al servicio y bienestar de nuestros hermanos. Esta es la forma de vivir la comunión con ellos y con Dios mismo. La esperanza y fidelidad genuinas se manifiestan en nuestro esfuerzo por hacer que nuestros talentos produzcan frutos que redunden en la construcción de una sociedad más justa y fraterna, como nos ha pedido el Papa Francisco en la encíclica “Fratelli tutti.
Sigamos esforzándonos en fructificar los talentos que el Señor nos ha confiado, impulsados y fortalecidos con la Palabra y la Eucaristía, esperado vigilantes, la venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.