Con la Misa vespertina de la Cena del Señor, iniciamos este Jueves Santo el Triduo Pascual, la celebración litúrgica más importante de nuestra Iglesia. Nos hemos preparado durante la Cuaresma para celebrar los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. El anuncio gozoso de su resurrección continuará durante cincuenta días, hasta el Domingo de Pentecostés.
 
Esta tarde conmemoramos tres aspectos fundamentales para nuestra fe: la institución de la sagrada Eucaristía y, junto con ella, la del Sacerdocio ministerial (san Juan Pablo II decía: “Con las mismas palabras, ‘hagan esto en memoria mía’, Jesús instituyó tanto la Eucaristía, como el Sacerdocio ministerial”); recordamos también el mandato del Señor sobre el servicio y el amor fraterno. La caridad es el más elocuente testamento de Jesús, del cual él mismo no dio ejemplo, al lavar los pies de sus discípulos.
 
Eucaristía, sacerdocio y caridad convergen en la vida de los discípulos misioneros de Cristo. La vida cristiana nace y se inspira en el proyecto salvador del Padre, en su Hijo, el Sumo y Eterno Sacerdote, que se ofreció en sacrificio, como máxima expresión del amor del que da la vida por sus amigos, el mismo que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y la Eucaristía conmemora ese acto de oblación suprema y de amor infinito.
Por ese infinito amor, el Sumo y Eterno Sacerdote se entregó como ofrenda para redimirnos con su sacrificio llevado a cabo de una vez y para siempre, con un carácter inagotable. Por eso se perpetúa a través de la historia y se actualiza como memorial suyo en todo tiempo y lugar, siempre donde la Eucaristía sea celebrada y presidida por aquellos que ha llamado, por gracia y no por méritos, para ser sus ministros sagrados, partícipes del don de su Sacerdocio eterno.
 
En la Eucaristía anunciamos su muerte y proclamamos la resurrección, hasta que Jesucristo venga de nuevo. En ella nos encontramos con la presencia privilegiada de Jesucristo, inmolado y resucitado. Aunque existen otras formas de su presencia, sin embargo, la sacramental del Señor, con su cuerpo, su sangre y su divinidad es la mejor y la más excelente de todas. La Eucaristía es la mejor forma de encontrarnos con Cristo y unirnos a él. En ella y por ella, congrega a su cuerpo místico, la Iglesia, la nutre y la fortalece en su camino hacia la Pascua eterna. Por eso, no es fortuito que Jesús, antes de “volver al Padre, de donde había salido”, haya querido quedarse en la Eucaristía.
 
El acto de comer tiene en la Biblia un significado antropológico profundo y relevante. No es un simple acto físico nutricional. Compartir los alimentos es un momento especial para el encuentro, la convivencia y la comunión, sobre todo en el ámbito familiar o entre amigos, lo que por desgracia hemos perdido en nuestras culturas modernas. Los momentos más trascendentes tenían lugar en el curso de una comida. Por eso la Pascua hebrea, al salir de Egipto, sucede y se conmemora con una comida. Por ese mismo motivo, Jesús quiso que su acción salvadora se perpetuara en la comida eucarística.
 
Comer la Pascua para los judíos era un momento de gran significado para su vida y su historia. Al comer el cordero pascual se evocaba la liberación de la esclavitud egipcia. Por eso era tan solemne la celebración cada año. Con cuánta mayor razón nosotros, los cristianos, celebramos el acontecimiento salvífico en la Eucaristía. Ya no conmemoramos la liberación de una esclavitud física, sino la libertad por excelencia, de la esclavitud del pecado, de la muerte y del demonio. Ya no comemos un animal sacrificado y cocinado a las brasas, sino que comulgamos al verdadero Cordero sin defecto, el auténtico Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Nos encontramos con él y con él nos unimos en perfecta comunión.
 
Pero la celebración de la Eucaristía no es ejecutar un simple acto cultual o ritual. Celebrar la Eucaristía es un acontecimiento salvífico que impacta nuestra vida cristiana. La celebración de la Eucaristía es ante todo una acción comunitaria y fraterna, que rebasa todo interés individual. Por esto, comer del mismo pan y del mismo cáliz compromete a compartir con sus hermanos lo que somos y lo que tenemos. En esta lógica de Jesús, aquel que no está dispuesto a compartir su pan material, tampoco tiene derecho a compartir el Pan eucarístico, pues son dos realidades unidas con un vínculo indisoluble. Intentar separarlas llevaría a la incongruencia que denuncia san Pablo en su primera carta a los Corintios (11,17-22).
 
Por eso también, el evangelio pone de relieve la caridad fraterna, como aspecto fundamental en la vida de los discípulos de Jesús. Esta es la razón por la cual san Juan no narra, como los evangelios sinópticos, la institución de la Eucaristía, sino que justo en el lugar donde se esperaría la escena de esa institución, el “tomen y coman esto es mi cuerpo… tomen y beban, ésta es mi sangre…” aparece precisamente el pasaje donde el Señor lava los pies de sus discípulos.
Muchos se han preguntado por qué el evangelista que ofrece un bello y amplio discurso sobre el Pan de vida, omite narrar la institución de la Eucaristía, en el relato de la última cena. La respuesta no es sencilla. Quizás además de buscar proteger las palabras de una eventual profanación, por los ambientes en que se movía, san Juan desea también subrayar la magnitud del amor y servicio fraternos. El lavatorio de los pies al ser, de alguna forma equipado a la Eucaristía, es una fuerte interpelación, que acontece también en el amor hasta el extremo de quien quiso ofrendar la vida para nuestra salvación.
 
Conoce más información para enriquecer tu fé en Diócesis de Azcapotzalco