En la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo conmemoramos lo que inició el Jueves Santo, durante la última Cena. Jesús quiso quedarse con nosotros para dejarnos en los signos sacramentales del pan y del vino su presencia eucarística, pero sobre todo para ser nuestro alimento de vida eterna,
 
Los orígenes de la fiesta del Corpus Christi se remontan al siglo XI, cuando el teólogo Berengario de Tours negó la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En el 1079, el Papa Gregorio VII condenó oficialmente esta herejía, pero lo más relevante fue que la Iglesia descubrió la necesidad de fomentar el culto a la presencia de Cristo en la Eucaristía. Además de expedir el mandato de comulgar por lo menos una vez al año, por “pascua florida”, surgió la indicación de exponer el Santísimo en la custodia. De ese tiempo es también la costumbre de visitar al Santísimo en el Sagrario, donde se reserva el Pan eucarístico.
 
Es preciso recordar que el Sagrario no es un “almacén o bodega” de hostias consagradas, sino el lugar sagrado donde se reserva la Eucaristía, en orden a distribuirla a los enfermos, presos y a quienes por motivos graves no pueden asistir a la celebración.
 
Después del año 1240, una santa mujer, Juliana de Mont Cornillon, por su gran veneración al Santísimo Sacramento, luchó para que se instituyera una fiesta a la Eucaristía. Ella le hizo saber su deseo al Obispo Robert de Liège, quien después de un sínodo (1246), ordenó que la celebración se tuviera el año siguiente, en 1247. Otra gran mujer ferviente adoradora de la
Eucaristía, la ermitaña Eva, insistió al Obispo R. de Liège que pidiera al Papa extender la celebración a todo el mundo. Así, ensalzando el amor de Cristo expresado en la Santa Eucaristía, el Papa Urbano IV decretó, en 1264, que se celebrara la solemnidad de Corpus Christi el jueves después del domingo de la Santísima Trinidad y otorgó indulgencias a los fieles que asistieran a la santa Misa y a uno de los más bellos oficios, compuesto por el propio Santo Tomás de Aquino.
 
Un signo devocional significativo es la procesión. Ésta hunde sus raíces en el Antiguo Testamento, en la marcha del Éxodo, de Egipto a la Tierra Prometida. Según el Libro de los Números, el Pueblo hebreo se puso en movimiento, según el orden de las tribus. Por su parte, el Segundo Isaías y el Libro de Esdras también presentan el regreso del exilio de Babilonia a Jerusalén como una festiva procesión. Caminan cantando salmos, dirigiendo sus pasos a la reconstrucción de su templo y de su país. En el Nuevo Testamento, la procesión que destaca es la entrada de Jesús en Jerusalén, la cual marca la conclusión ritual de su peregrinación por este mundo, y el preludio de su Misterio Pascual.
 
Las procesiones en la historia de la Iglesia inician, a partir del siglo IV, una vez concluido el tiempo de las persecuciones. Los cristianos empezaron a trasladar los restos de los mártires a templos dedicados a ellos, en grandes y emotivas procesiones, como actos comunitarios de fe. Caminar juntos simboliza los momentos y circunstancias de nuestra vida eclesial. Caminamos juntos (“sinodalidad”) como hermanos, formando una sola comunidad, gracias a la comunión que genera la Eucaristía.
 
Como Iglesia que nace de la Eucaristía, hoy más que nunca, en el tiempo electoral que estamos vivendo, necesitamos ser testimonio de comunión y sinodalidad fraterna, en medio de una sociedad polarizada y enfrentada por corrientes ideológicas y preferencias políticas opuestas. Al caminar en procesión por calles, barrios, colonias y demás lugares donde se desarrolla la vida cotidiana, los peregrinos, de una Iglesia en marcha, profesamos públicamente nuestra fe. Con oración y cánticos avanzamos como hermanos, unidos en la fe, en la esperanza y en el amor.
 
La procesión del Corpus Christi es altamente significativa. Los creyentes caminamos profesando nuestra fe en Jesucristo, el Pan de la Vida. Lo reconocemos como nuestro alimento de vida eterna. Agradecemos tan magnífico don, que concede vida verdadera al mundo. Y él va bendiciendo ciudades y poblaciones, pero sobre todo hace sentir su presencia en la vida de todas las personas que lo reconozcan.
 
Que nuestra participación en la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor nos impulse a vivir la comunión y sinodalidad, sin olvidar que el objetivo principal de la Eucaristía es ser alimento de en nuestro peregrinar. Si bien debemos adoración, alabanza y honor a Jesús Sacramentado, él quiso quedarse en ella ante todo para nutrirnos, darnos vida y ser principio de la comunión que genera el comer del mismo pan y beber del mismo cáliz. La Eucaristía nos inspira a seguir el ejemplo de la suprema oblación de Jesucristo, a seguirlo y a dar la vida por los demás, para que también nosotros aprendamos a ser ofrenda para nuestros hermanos.