El evangelio de san Lucas este domingo nos presenta la revelación de Jesús como el Mesías de Dios, la cual no corresponde a las expectativas que tenían los judíos de su tiempo.

Por: S.E. Adolfo Miguel Castaño Fonseca, Obispo de Azcapotzalco

Jesús, el Mesías de Dios en el Evangelio según San Lucas

Cuando el Señor pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, ellos recogen las opiniones que, por cierto, son en su mayoría positivas, pues algunos piensan que es Juan el Bautista que ha resucitado, otros que Elías, o algún otro de los profetas.
Una vez escuchadas tales respuestas, Jesús se dirige a los que eligió para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar la Buena Nueva, y quienes también han sido testigos de sus enseñanzas y milagros. Les pregunta de modo claro y directo: “¿Y ustedes quien dicen que soy yo?”.
Pedro toma la palabra y responde, aún sin llegar a comprender en ese momento la profundidad y el alcance de su respuesta: “¡Tu eres el Mesías de Dios!”.
Ésta constituye una auténtica profesión de fe. Efectivamente, Jesús es el Mesías prometido por Dios desde muchos siglos antes y esperado con ansias por el pueblo hebreo.
Sin embargo, llama la atención que Jesús, a pesar de tan atinada respuesta, ordene severamente que no lo difundan. Tal prohibición se debe a que él no quiere que se propague una idea equivocada de su mesianismo.

Falsa expectativa mesiánica

Una falsa expectativas era que el Mesías habría de vencer a los enemigos de Israel a base de fuerza o de violencia. Jesús corrige este error.
Su misión no consiste en provocar insurrecciones o lograr conquistas bélicas, sino que asume un camino redentor muy distinto, el cual incluye el dolor, la muerte y también resurrección. Por eso dice: “Es necesario que Hijo del hombre sufra mucho…, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”.
La suerte del Mesías es dolorosa, sin embargo sus victorias son más trascendentes que las esperada por los judíos.
Derrota a la muerte, al pecado, al demonio y al mal en todas su formas. Su humillación, su camino doloroso, su muerte en cruz y su gloriosa resurrección, vencen los peores males de la humanidad, y así le expresa su amor infinito.

“Si alguno me quiere seguir…”

Jesús declara que todavía tiene que seguir enseñando a sus discípulos lo que significa su mesianismo y las consecuencias que tiene para ellos. Deben “ir detrás” del Maestro y participar de todo lo que significa su misión. Por eso les dice claramente: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día me siga”.
El genuino discípulo de Jesús no espera honores, privilegios o prerrogativas, ni busca vanaglorias, sino que se asocia al camino sufriente de Mesías.
Esta participación es la que otorga las auténticas victorias, las que dan sentido a la existencia cristiana. Por eso dice también Jesús: “El que quiera conservar su vida la perderá, pero el que la pierda por mi causa, la encontrará”.
Esas palabras nos proporcionan luz y nos liberan de falsas expectativas. Muchas veces, tratando de alcanzar la felicidad, nos forjamos falsas ilusiones, buscamos éxitos y satisfacciones vanas, intrascendentes y efímeras. Jesús nos dice que éste camino está equivocado. Lo que conduce realmente a la felicidad es el amor auténtico, el amor oblativo que no admite la búsqueda del simple bien individual y rechaza el egoísmo mezquino.
El mesianismo sufriente del Señor fue anunciado desde antiguo por medio del profeta Zacarías. Prometió derramar sobre la Casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén “un espíritu de gracia y de clemencia, un espíritu de piedad y de compasión”. Y añade una frase que sería realidad en la plenitud de los tiempos: “Mirarán al que traspasaron”. Esta profecía se cumple y alcanza su sentido más pleno con Jesús, el Mesías, con quien ha brotado “la fuente que nos ha purificado de nuestros pecados e inmundicias”.

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Unidos al Mesías

San Pablo nos revela la gran fecundidad que tiene la cruz de Jesús en nosotros los cristianos, que mediante el bautismo quedamos unidos al Mesías sufriente y resucitado. La nueva condición bautismal ha roto todas las barreras “entre judíos y no judíos, entre esclavos y libres, entre varón y mujer”, para ser todos uno en Cristo Jesús.
Pero si en verdad profesamos nuestra fe en Jesús, como “el Mesías de Dios”, es preciso aceptar y asumir todo lo que significa su misión redentora, derribar los valladares que impiden la comunión y seguirlo por el camino que él mismo ha elegido, el cual implica entrega, sufrimiento, cruz y resurrección.