El tercer domingo de Adviento tiene como característica particular el llamado a vivir la alegría, como preparación para la venida del Señor. Es posible estar alegres viviendo el compromiso y esfuerzo espiritual, porque la esperanza es gozosa, como quien espera el regreso de un ser amado después de un tiempo largo de ausencia.
 
Mientras el profeta Sofonías y san Pablo enfatizan la invitación a vivir en la alegría, San Lucas, por medio del Bautista, acentúa la conversión que acompaña la expectativa por la venida del Salvador. Pero todos ellos convergen ya que la genuina conversión genera alegría, gozo y paz, al experimentar la misericordia del Señor que nos ama y perdona.
 
Sofonías invita con insistencia a vivir alegres. Se podría pensar que no era tiempo para ello. Judá llevaba un siglo sometida al Imperio Asirio. Poco a poco fue siendo invadida por costumbres extranjeras y prácticas paganas. Aunque hubo un buen rey llamado Josías (640-609 a.C.) que propició la reforma religiosa, los tiempos de Sofonías eran bastante difíciles. Denuncia los pecados contra Dios y contra la justicia, que provocarán la llegada del “día del Señor”, es decir el día en que el Señor hará justicia sobre la tierra. En un contexto tal parecía difícil hablar de alegría. Si bien el Profeta denuncia y prevé juicio divino contra los pueblos vecinos y contra Judá y Jerusalén, también anuncia que permanece la promesa de salvación, para todos.
 
Sofonías invita a la esperanza, porque a pesar de la maldad, la injusticia y el pecado, hay un “resto fiel” en Israel, en el que se manifiesta la misericordia de Dios. Es un “pueblo sencillo y humilde”, signo de esperanza salvadora y de la presencia amorosa del Señor, por eso invita: “Canta Hija de Sión, da gritos de júbilo Israel, gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén”. El Profeta anuncia un futuro nuevo que traería una gran alegría.
Esa alegría, que nace de la confianza de saber que el Señor actúa en favor del resto fiel, no sería efímera y pasajera, porque es fruto de la presencia salvadora de Dios. Ésta es la verdadera y genuina alegría, la que nada ni nadie puede arrebatar jamás.
 
En ese mismo tenor habla san Pablo. Al escribir a los filipenses se hallaba en una situación complicada, por lo que humanamente era difícil entender su llamado a la alegría. El Apóstol se encontraba prisionero y a punto de entregar la vida por Cristo (Filp 1,13). Pero esta situación no le impide llamar a la alegría. Incluso lo hace en varias las exhortaciones de la carta (1,4.18.25; 2,2.17-18.28; 3,1; 4,1.4-10). La que escuchamos hoy es muy enfática: Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense!
 
La razón para vivir alegres es la misma de Sofonías: la presencia salvadora de Dios. Esta la alegría no puede ser arrebatada. Muchas otras, no sólo las ficticias, que tienen su origen en los vicios y diversiones malsanas, sino incluso las alegrías legítimas, nobles y buenas, son pasajeras y dependen de circunstancias. Pero la alegría que nace del sentirse amado y salvado por Dios permanece, incluso en medio de adversidades. Aunque el dolor provoca tristeza, cuando se participa en los sufrimientos redentores de Cristo, hay alegría. Por eso, la alegría en la dinámica de la salvación, a la cual se refiere hoy la Palabra de Dios, es una característica esencial del creyente.
 
Juan el Bautista, en el evangelio, exhorta a preparar la venida del Señor con acciones concretas. A la pregunta de lo que hay que hacer, Juan responde que Dios no exige nada extraordinario, sólo justicia y solidaridad con el necesitado: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida que haga lo mismo”. Compartiendo preparamos el camino del Señor, porque la generosidad genera la alegría genuina, pues el Señor mismo ha dicho que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hech 20,35).
 
Dos recaudadores de impuestos, considerados como grandes pecadores, también preguntan a Juan acerca de lo que deben hacer. Pero en vez de exigirles algo extraordinario para reivindicar sus faltas, él sólo les dice que actúen con justicia: “No exijan más de lo establecido”. A los soldados le dice algo parecido: “No extorsionen a nadie, ni denuncien falsamente, sino conténtense con su salario”. La práctica de la justicia, unida a la caridad, es fuente de alegría.
 
El Señor nunca exige lo que rebasa nuestras capacidades. Sólo pide que respondamos a su amor con congruencia, actuando con justicia y misericordia. Si las practicamos, podremos experimentar la auténtica alegría, que no es superficial y pasajera. De lo contrario tendremos que afrontar la advertencia de castigo que hace Juan el Bautista.
 
Con la fuerza de la Palabra y de la Eucaristía, vivamos el camino de la conversión, en la justicia y la caridad, así encontraremos la genuina alegría, la que no perece, sino que se va colmando de plenitud.