Con la solemnidad de Pentecostés concluimos el tiempo litúrgico de la Pascua, sin embargo, la celebración de la Santísima Trinidad nos conserva en el ambiente festivo pascual y nos invita a asomarnos a la vida íntima de Dios. Jesús nos ha revelado el Misterio de la Trinidad, el del amor eterno de las tres divinas personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, distintas entre sí, pero iguales en su divinidad. Su unidad es tan perfecta que son un solo y único Dios. Este Misterio actúa en nuestra salvación: el Padre, por su amor infinito, nos envió a su Hijo, que nos amó hasta el extremo de morir y resucitar por nosotros y ambos nos envían a su Espíritu del amor.
 
El Misterio Trinitario fue revelado progresivamente. En la Alianza Antigua hubo sólo discretos asomos a este Misterio. El Antiguo Testamento enfatizó que Dios es uno y único. Una insistencia tal fue necesaria para que, al llegar la plenitud de la revelación, el Hijo pudiera hablar de su Padre y del Espíritu Santo, sin riesgo de confusión alguna.
 
Aunque el Antiguo Testamento subrayó la omnipotencia y soberanía de Dios, cuyo nombre ni siquiera podía ser pronunciado, sin embargo, también lo mostró cercano y presente en la vida de su Pueblo. Por eso Moisés, en el Deuteronomio, cuestiona: “¿Qué pueblo ha oído sin perecer, que Dios le hable desde el fuego, como tú los has oído? ¿Hubo un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo…? ¿Hubo acaso hechos tan grandes como os que, ante sus propios ojos, hizo por ustedes en Egipto el Señor su Dios?” Por tanto, Dios no sólo es el Omnipotente e Inefable, es también el Compasivo y Misericordioso.
 
Para llegar conocer realmente el Misterio de la Trinidad fue preciso esperar muchos siglos, hasta que Jesús lo reveló en la plenitud de los tiempos. Él se presenta a sí mismo como el Hijo de Dios, en su sentido más pleno y absoluto, el Unigénito y Eterno, unido al Padre de manera excepcional. Por eso puede decir: “el Padre y yo somos uno” (Jn 10,30).
 
Pero Jesús no ha venido sólo para mostrar cómo es la vida interna de Dios y la relación del amor infinito con su Padre y el Espíritu Santo, un misterio que rebasa por completo nuestra limitada inteligencia, incapaz de llegar a comprender. Jesús viene más bien a revelarnos que ese amor infinito ha salido de su intimidad divina y ha venido a encontrarnos en nuestra propia vida e historia. Jesús no pretende explicar el ser de Dios, sino enseñarnos lo que hace en favor de nuestra salvación.
San Mateo presenta el envío de Cristo resucitado a sus discípulos: el mandato misionero. Con el poder absoluto y universal del Señor glorioso, ellos harán discípulos a todas las gentes, bautizándolas en nombre de la Trinidad Santísima: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, y enseñándoles a guardar todo lo que Jesús les ha enseñado.
 
El “nombre” en el mundo bíblico, lejos de ser algo accidental, casual o un simple membrete para designar a alguien, expresaba más bien el ser y la misión de la persona. Por eso, ser bautizado en el nombre de la Trinidad Santísima significa entrar en una relación interpersonal y profunda con el Dios uno y trino, en una comunión tal que el mismo Dios viene a inhabitar nuestra vida, para que nosotros vivamos para Dios. Así Cristo permanece con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Asimismo, la presencia de Dios en la vida del discípulo no se reduce a un misticismo individual, sino que implica la misión de “hacer” más discípulos, llevar a otros a la misma experiencia de comunión con el Dios uno y trino.
 
En virtud de la autoridad absoluta e ilimitada, recibida de su Padre, Jesús tiene potestad para ordenar una misión sin fronteras, “a todas las naciones”. El final del evangelio y de la presencia visible del Señor constituye, al mismo tiempo, un nuevo comienzo, marcado por la misión de los “marcados” o “signados” por el Dios uno y trino. Esta última escena del evangelio de san Mateo se desarrolla en Galilea, precisamente allí donde los discípulos recibieron su primer llamado, confirmando así aquella vocación y llamado a la comunión con él.
 
La Trinidad Santísima no es algo lejano y abstracto. A pesar de lo difícil que resulta entenderlo y explicarlo, y aunque parezca paradójico, es ese Misterio que tiene que ver directamente con nuestra identidad y misión, es decir, con nuestro ser de discípulos misioneros, llamados a vivir en la comunión del Dios uno y trino y hacer en su nombre más discípulos.
 
Los hijos en el Hijo eterno del Padre, por obra del Espíritu Santo, estamos llamados a ser uno y a anunciar la Buena Nueva del amor infinito de Dios. San Pablo también nos recuerda que hemos recibido “un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios… Y si somos hijos de Dios, somos también coherederos con Cristo…” Además de ser hijos en el Hijo, somos mediadores para que otros reciban esta condición.
 
Por tanto, toda nuestra vida cristiana de discípulos misioneros está marcada y dinamizada por el Misterio de la Santa Trinidad. Desde el bautismo empezamos a vivir la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; en la confirmación recibimos la plenitud del Espíritu; nos alimentamos con el Sacramento pascual, en el que el Hijo se nos sigue ofreciendo y fortaleciendo, para que seamos testigos del misterio divino del amor infinito. Al Dios Uno y Trino, toda gloria, honor, y alabanza, como en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.