MENSAJE DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL:
XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

09 de agosto de 2020

El evangelio de san Mateo presenta este domingo un hecho portentoso, a Jesús caminando sobre las aguas y a Pedro que quiere salir a su encuentro de manera semejante. Otro hecho también asombroso tiene lugar en la primera lectura, con el profeta Elías.

Jesús, que por su misericordia y su poder mesiánico ha remediado la necesidad de la multitud hambrienta (14,13-21), acude ahora en ayuda de sus discípulos que navegan en una barca agitada por el viento. El relato expresa sufrimiento, incertidumbre y angustia. La oscuridad de la noche, el viento y la tormenta que se desatan y las aguas encrespadas son elementos que en los salmos simbolizan temor y muerte. En cambio el amanecer es el tiempo de la intervención de Dios, como el alba del día en que Israel fue liberado (cf. Éx 14,24) y como el socorro de Dios, al iniciar el día (cf. Sal 46,6; Is 17,14). La presencia de Jesús en la aurora anuncia ya de alguna forma el acontecimiento más importante: la muerte (oscuridad) que será vencida por la vida (luz) en la mañana de la resurrección (Mt 28,1).

El camino de Jesús sobre el agua constituye una teofanía, una clara expresión de su soberanía de Hijo de Dios sobre la creación de su Padre y de su condición mesíanica. Tales manifestaciones exigen respuestas de fe, como se le pide a Pedro cuando quiere ir al encuentro del Maestro, pero su temor y sus dudas le impiden llegar a él.

El primer libro de los Reyes también presenta una teofanía. El profeta Elías pasa por un momento crítico, al ser perseguido por Jezabel, esposa del rey Ajab. En su huída, se refugia en el monte santo del Horeb. El Señor le invita a esperar una manifestación suya, le dice: “Sal de la cueva y quédate en el monte para ver al Señor que va a pasar”. Para sorpresa del Profeta, Dios no se manifiesta con signos portentosos, como en el Sinaí (viento impetuoso, terremoto, fuego), sino en una brisa suave. Entonces se dispone a escuchar al Señor.
Dios puede manifestarse de maneras muy diversas, con fenómenos extraordinarios y asombrosos, pero también en la intimidad del corazón que simboliza aquella brisa tenue. En cualquiera de los casos, hay que reconocerlo, escucharlo y darle respuesta de fe. Elías, como Pedro y todos nosotros necesitamos abrir bien los ojos y oídos, pero sobre todo la mente y el corazón para descubrir la presencia divina en nuestra vida, para ser fortalecidos y asentir con firmeza de fe.

En realidad, Jesús acostumbra manifestar su divinidad y mesianismo ante todo con gestos de misericordia, generosidad y bondad, curando a los enfermos, perdonando los pecados, saciando el hambre de la multitud, etc. Precisamente el hecho portentoso del camino sobre las aguas, sigue al de la multiplicación de los panes y peces y al de la oración que tuvo, a solas con su Padre. Después Jesús regresa para encontrarse de nuevo con discípulos, que se habían ido en las barcas y para ayudarlos en la situación tan crítica que enfrentaban, a causa de la amenaza de las fuerzas desatadas de la naturaleza.

El episodio de la tempestad se proyecta a la experiencia de la Iglesia que, en su camino entre penas, obstáculos y crisis, necesita poner toda su confianza en el Señor. Por eso, el 27 de marzo pasado, el Papa Francisco, desde la vacía, lluviosa y desolada Plaza de San Pedro, nos ofreció una bella e interpelante reflexión sobre este pasaje del evangelio. Lo aplicó a la pandemia que ha azotado de modo implacable a toda la humanidad: “Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió́ una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”.

Quizás también nosotros como sus discípulos de entonces, experimentamos miedo, angustia e incertidumbre y nos parece que Jesús se encuentra lejos, que nosotros estamos solos en medio de la agitada tempestad. Es entonces cuando más necesitamos la fe.
Antes de caminar sobre las aguas, Jesús estuvo orando, en la intimidad del Hijo con su Padre. Con toda seguridad él intercedía por sus discípulos. El camino sobre las aguas es ante todo para ir al encuentro de ellos, que atemorizados por las fuerzas naturales, se sienten desamparados. Sin embargo, al verlo los discípulos, en lugar de tranquilizarse, aumenta su temor, al confundir al Maestro con un fantasma. Es por eso que se ponen a gritar presos de miedo.

La situación de aquellos discípulos se repite con frecuencia en nuestra vida. Nosotros también llegamos a confundir a Jesús con un fantasma. Lo rebajamos a nivel de simple espejismo, cuando no creemos que el viene realmente a nuestro encuentro, de muchas formas: en su palabra, en la Eucaristía, en la oración, en el prójimo mismo, cuando nos resistimos a aceptar que él en realidad está cerca de nosotros.

Jesús tranquiliza a sus discípulos y les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. Entonces Pedro le pide que le permita ir a su encuentro, caminando también sobre las aguas. Jesús acepta, pero cuando Pedro se topa con la fuerza del viento, siente miedo y empieza a hundirse. Esa experiencia también se replica en nuestra vida, cada vez que confiando en el Señor nos animamos a emprender algo loable y extraordinario, que Jesús aprueba y alienta. Pero al lanzarnos a “caminar sobre las aguas” y toparnos con fuertes obstáculos o peligros, nos entra miedo y también “comenzamos a hundirnos”.

Entonces, como con Pedro, Jesús viene en nuestro auxilio. Pero quizás también tendría que reprochar nuestra poca fe y preguntarnos: “¿por qué has dudado?” Por eso, si proyectamos nuestra vida conforme a la voluntad del Señor, por duros y complejos que parezcan los escenarios y por más pruebas que tengamos que pasar, no debemos sucumbir. Al contrario, necesitamos fortalecer nuestra fe, que es la característica distintiva de los discípulos de Jesús. La fe es la adhesión firme, absoluta e incondicional a Dios y a su Mesías. Es esa fe que no quisieron aceptar los hermanos de raza de san Pablo, los judíos, por cuya triste situación, él se queja amargamente.

La mayoría de judíos no quisieron aceptar el mensaje del Evangelio porque éste trastoca, revoluciona y redimensiona la existencia completa de todo aquel que lo acepta y se le adhiere, mediante la misma fe. Por tanto, el Evangelio de Cristo redimensiona también los privilegios del Pueblo hebreo: “la filiación adoptiva, la gloria, las alianzas, el don de la ley, el culto y las promesas.

Quienes aceptamos el Evangelio necesitamos crecer y afirmarnos en la fe, por la cual nos adherimos libre, incondicional, fielmente y sin vacilar a nuestro Mesías y Salvador Jesucristo, “el cual está por encima de todo, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén”