MEDITACIÓN DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL: “PERMANEZCAN LLENOS DE ALEGRÍA,
AUNQUE TODAVÍA TENGAN QUE SUFRIR DIVERSAS PRUEBAS” (1 Pe 1,6)

 

Cuando enfrentamos situaciones dolorosas, corremos el riesgo de centrar nuestros pensamientos en los infortunios y generar sentimientos negativos, que nos hacen creer que no existe espacio alguno para estar alegres. Sin embargo no es así. Tenemos en el Nuevo Testamento valiosos textos que nos pueden iluminar y motivar en los momentos más difíciles y críticos de nuestra existencia. Uno de ellos es el que conocemos como “Primera Carta de San Pedro”. Por su contenido, estilo y la mención de distintas regiones (cf. 1,1) parece ser una especie de carta circular, dirigida a un grupo grande de comunidades diseminadas en las regiones costeras (Asia, Bitinia y Ponto) y continentales (Galacia y Capadocia) del Asia Menor, la actual Turquía.

Uno de los marcados rasgos que desde el inicio aparece es el rechazo de los paganos a los cristianos, que son como “forasteros y extranjeros” (cf. 1,17; 2,11), de paso por este mundo. La carta busca generar actitudes positivas en los fieles y acrecentar la esperanza frente a situaciones adversas y dolorosas. En vez de asumir pesimismos angustiosos, invita a mantener la inquebrantable fidelidad, unida a una “contagiosa” alegría. La razón última es el triunfo final y definitivo del Señor.

La carta se dirige a personas pobres, campesinos, pastores, obreros, incluso criados y esclavos al servicio de patrones y amos ricos (cf. 2,18). Viven en zonas marginadas y afrontan presiones, desprecios y discriminación. (cf. 2,11-17). Ellos nacieron paganos, como acusan las referencias a su pasado idolátrico y pecador (cf. 4,3-4), pero la fe en Cristo que han abrazado los ha hecho cambiar de conducta. Esto les acarrea hostilidades y agresiones de parte de quienes no alcanzan a comprender el nuevo estilo de vida que la conversión genera. Los rechazan, critican y calumnian sin tregua (cf. 2,12; 3,15-16; 4,4.14-16). Por eso, el autor de la carta, que se presenta como Pedro, apóstol de Jesucristo, advierte a los fieles que no se asombren: “por la prueba de fuego desatada contra ustedes” (4,12).

El tema principal que recorre toda la carta, como su principal hilo conductor, es el bautismo y todo lo que éste implica. Es un don grande y maravilloso, pero conlleva serias consecuencias. Quien lo recibe se convierte en persona renovada y regenerada, aunque también perseguida y rechazada. Los temas bautismales surgen por doquier: “renacer”, “vida nueva”, “linaje elegido por Dios”, “nación santa”, “piedras vivas del templo espiritual”, “luz”, iluminación”, “agua del diluvio” (como prefigura)…

Quien se inserta a Cristo por el bautismo obtiene la nueva vida de hijo de Dios (cf. 1,4) y es incorporado como piedra viva a la construcción espiritual, cuya piedra angular es el propio Jesucristo, que da consistencia a todo el edificio (cf. 2,4). Esta construcción espiritual es la “casa de Dios”, su “nuevo pueblo” y “nueva familia” heredera de la vida eterna (cf. 1,4; 2,10; 4,17). El bautizado, hijo de Dios, vive ya en la salvación del Hijo, pero no debe olvidar el rechazo de Israel a la Piedra angular, para no incurrir en el mismo error (cf. 2,4.7-8).

Los bautizados son la nueva familia de Dios y constituyen un “sacerdocio real” (cf. 2,9). Pero en vez de sacrificar animales, ofrecen un sacrificio espiritual que consiste en consagrar a Dios la propia existencia en santidad, por mediación de Jesucristo (cf. 2,5). Quien por el bautismo se incorpora a la muerte y resurrección de Cristo, le pertenece, rompe con el pecado y adquiere un nuevo ser. Las conductas perversas e idolátricas de antaño son incompatibles con la nueva existencia cristiana (cf. 4,2-3).

Asimismo, la nueva vida del creyente trae serias consecuencias. Es un “éxodo”, como el de Egipto, al dejar atrás el estilo de vida pagano, abandonando los ídolos, para asumir el de Cristo. Sale de la maldad idolátrica y emprende el bello, pero difícil camino hacia la santidad. Este éxodo molesta a los paganos que reaccionan con violencia, estigmatizan a los fieles y los someten al desprecio público. El discípulo tiene un ferviente anhelo: imitar a Cristo en sus padecimientos (cf. 1,11; 4,13). El sufrimiento y la esperanza en la salvación son temas ya presentes en antiguos credos cristológicos procedentes de antiguas liturgias bautismales (2,21-25; 3,18-22).

El sentido de los sufrimientos y el fundamento de la esperanza de los discípulos es el camino del Mesías. Entonces, ese mismo sufrimiento, que en otros casos tendría que ser motivo de congoja, abatimiento, angustia y desesperación, paradójicamente se torna fuente de alegría, por la fe en el Señor Resucitado. Es que los sufrimientos en nombre de Cristo configuran al discípulo con la pasión de su Señor y reciben la fuerza salvadora de su resurrección (cf. 2,21-25). Aquí se funda el motivo del gozo.

Los sufrimientos provocados por la atmósfera pagana son una excelente ocasión para testificar la fe. La respuesta del cristiano nunca puede ser la venganza, sino el testimonio de una fe preciosa y de un amor inaudito, que se vuelca en favor de los mismos que calumnian y persiguen, como Jesús enseña en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,43-47). Esta es la manera en que los de Cristo reivindican para sí el reconocimiento social en un mundo idolátrico, demostrando que lo de ellos se dice es mentira, para vergüenza de los calumniadores (cf. 1 Pe 2,12; 3,16).

Aquellas primeras comunidades nos han legado ejemplos preclaros. Al celebrar el bautismo supieron cómo hacer presente, actual y operante el Misterio Pascual del Redentor, que produce el gozo más inmenso y duradero. Si el Padre misericordioso nos hace renacer a la vida nueva, él nos otorga también la alegre esperanza de la salvación. En el bautizado, nacido de Dios, por obra del Espíritu y heredero de la salvación, se genera la “estable, indescriptible y radiante” alegría cristiana (cf. 1,8; 4,12-13). Esta alegría no depende de la ausencia de luchas, sufrimientos o persecuciones. Al contrario, éstas, bien asumidas y capitalizadas, purifican la fe, que se acrisola por las pruebas, en éxodo intrépido y valiente hacia la Patria eterna.

Como el mismo Jesús lo anunció (cf. Mt 5,11-12), Sufrimiento y alegría, en apariencia incompatibles, se encuentran y se funden en una increíble paradoja. La vida gozosa del discípulo no depende de la ausencia de problemas, sino de la esperanza en que, si se comparten con Cristo, también con él se compartirá́ la vida nueva y la gloria del Resucitado (cf. 4,13). Los sufrimientos vividos en comunión con él son instrumentos de salvación y, aunque parezca increíble, fuente de dicha (cf. 4,14). Todos males, crisis o enfermedades, como la pandemia que enfrentamos, nos aquejan y flagelan, pero también nos apremian a permanecer en Cristo (cf. 4,12.16).

Mirar al Señor resucitado nos hace descubrir el sentido de su pasión y animar nuestra esperanza en la vida, a pesar del dolor y de tantos signos de muerte que pululan por doquier. Los contextos hostiles de aquellos primeros cristianos no son ajenos ni extraños para nosotros, pues la capacidad de penetración del mal es siempre la misma. Como antes, ojalá que también hoy muchos de nuestros sufrimientos sean producto de hacer el bien, porque así encontraremos la fuente copiosa de la dicha perfecta. Por el contrario, sería terriblemente vergonzoso que nuestra maldad fuera la causante de sufrimientos propios o ajenos. No hay que olvidar que juicio de Dios comenzará por nosotros mismos, los de “la casa de Dios” (cf. 4,17-19).

La joya del Nuevo Testamento llamada “Primera de Pedro” es una permanente “carta abierta”. No cesa de llamarnos a ser testigos alegres en medio del sufrimiento, de modo que la esperanza cristiana sea radiante e identifique la vida de quien tiene la nueva condición que el Padre le dio por el bautismo. Es un ejemplo para los que buscamos vivir el gozo de creer, en medio de las realidades de este mundo. Al mismo tiempo, el genuino discípulo, apto para vivir alegre en medio del sufrimiento unido a Cristo, es también capaz de convertirse en un auténtico “Cirineo”, porque además de cargar el peso de la propia cruz, sabe ayudar a los demás. Esto corona la alegría.

+Adolfo Miguel Castaño Fonseca
Obispo de Azcapotzalco
Responsable de la Dimensión ABP.