Este quinto domingo de cuaresma pone en especial relieve la misericordia infinita del Padre y de su Hijo Jesucristo, al tiempo que nos invita a reconocerla y a recibirla. Solo así podremos llegar a ser verdaderamente una “nueva creación”.
 
El profeta Isaías ofrece un “oráculo de salvación”, un anuncio de lo que Dios hará en favor de su pueblo exiliado en Babilonia, cuando la situación dura y penosa empuja al desánimo, al pesimismo y a la desesperanza. Pero el Señor, por medio de Isaías, promete a Israel su liberación, como un nuevo éxodo. La liberación generará una nueva realidad, pero que para Israel significa emprender el camino que implica ese su nuevo éxodo.
 
San Pablo por su parte comparte su experiencia de cómo el Señor lo transformó. Judío de nacimiento con todas las características de sus hermanos de raza y religión, incluso habiendo sido perseguidor de la Iglesia, todo lo ha juzgado basura ante la sublimidad del conocimiento de Cristo, quien lo ha llamado a una nueva vida. La respuesta de Pablo de Tarso consiste en emprender un camino nuevo, conforme a su nueva condición. Él es una “nueva creación” hecha por Jesús.
 
El “éxodo” de san Pablo conlleva su misión. Para eso ha renunciado a todo con tal de ganar a Cristo y conocer el poder de su resurrección. Sin embargo él sabe que no ha llegado a ser perfecto y que su tarea sigue, por eso afirma: continúo yo mi carrera para alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó a mi…”.
 
Tanto el pueblo de Israel, como san Pablo han experimentado la misericordia infinita de Dios que los transforma en “nueva creación”, pero ésta misma implica una respuesta acorde a dicha condición.
 
La escena del evangelio nos coloca en esa misma perspectiva. Una mujer es sorprendida en “flagrante adulterio”. Los escribas y fariseos la presentan a Jesús con las peores intenciones. San Juan dice que le llevaron a esa mujer “para tender una trampa a Jesús y tener de qué acusarle”. Usan un discurso malicioso bien maquinado: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”
 
Llaman “maestro” a Jesús para comprometerlo. Debe conocer e interpretar correctamente la Ley de Moisés, de lo contrario podría ser tachado de impostor. En efecto, la Ley prescribía la lapidación para los adúlteros (cf. Lv 20,10; Dt 22,22-24), bastando las declaraciones de los testigos para emitir la sentencia. Jesús estaba “entre la espada y la pared”. Los escribas y fariseos intentaban obligar a Jesús a emitir un juicio y una condena, a pesar de conocer su bondad y actitud de perdón. Contradecir la Ley lo llevaría a perdería credibilidad ante el pueblo. La situación parecía no tener salida.
 
Pero Jesús, que no ha venido condenar sino a salvar y a hacer posible la vida plena en los seres humanos, haciendo de ellos una “nueva creación”. El Señor aprovecha una circunstancia muy difícil y complicada de resolver para hace patente su misericordia. Libera a la mujer sin contradecir en absoluto la Ley de Moisés.
 
En ningún momento Jesús minimiza la gravedad del adulterio, ni le resta importancia. Él no propone una religión “light”, con laxas interpretaciones de los preceptos divinos. Los pecados conservan su gravedad. Aunque no prohíbe a los acusadores aplicar la Ley, sin embargo, introduce una condición capaz de generar un cambio radical: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.
 
Esa es la sentencia que Jesús pronuncia sin derogar ni cambiar la Ley. Lo que cambia es la forma de aplicarla: el que quiera ejecutarla con todo rigor, debe también estar rigurosamente exento de toda culpa.
 
Los escribas y fariseos, al examinar su propia conciencia se dan cuenta de que al no estar libres de culpa, tampoco pueden condenar. Ellos no soportan la confrontación consigo mismos y se van retirando poco a poco, comenzando por los más viejos, quizás porque cuanto más larga es la vida, son más numerosas las ocasiones de pecar.
 
San Juan comenta que después de que todos se marcharon, Jesús ya a solas con mujer, le hace una pregunta que cuya respuesta es evidente: “¿Nadie te ha condenado?” Ella responde: “Nadie Señor”. Entonces Jesús interpela también a la mujer. Nunca le dice que sus pecados no tienen importancia o que su conducta ha sido correcta. Más bien le ofrece la oportunidad de comenzar una nueva etapa en su vida. Jesús le dice: “Tampoco yo te condeno”.
Pero añade algo que es sumamente relevante y trascendente: “Vete y en adelante no peques más”.
 
Jesús perdona a la mujer sin minimizar sus pecados. Ella, gracias a la infinita misericordia del Señor, recibe la oportunidad de ser “nueva creación”. Pero esa nueva condición implica también una tarea. “vete y no peque más” significa abandonar su modo de vida anterior, para emprender un camino nuevo y diferente, el de su conversión.
 
La misericordia infinita de Dios nos ofrece la oportunidad de ser también nosotros “nueva creación”. Vivimos esta realidad de gracia en cada Eucaristía y especialmente al celebrar la Pascua restauradora de nuestro Señor, que al morir y resucitar nos engendró a una vida nueva.