La liturgia nos presenta a dos ejemplares testigos de Cristo y campeones de la fe, san Pedro y san Pablo. En el evangelio de san Mateo, el primero de ellos profesa su fe en Jesús como “Mesías, Hijo del Dios vivo” y recibe de Jesús la misión de ser “la piedra sobre la que va a edificar su Iglesia”. Por su parte, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo la Providencia divina asegura a Pedro la posibilidad de ser cabeza de la Iglesia y de llevar a cabo su misión, a pesar de las dificultades y persecuciones. La segunda carta a Timoteo trasmite cómo Pablo prevé el final de su vida, pero también del reconocimiento que recibirá de parte del Señor, quien mientras tanto, lo sigue protegiendo.
 
El pasaje de san Mateo que hoy proclamamos posee una gran relevancia. Es una especie de gozne en todo el relato evangélico (no sólo de Mateo, sino también de Lucas y, sobre todo, de Marcos). La primera parte del evangelio es, en efecto, un camino hacia este episodio: Jesús se revela a sí mismo con su enseñanza, con sus milagros y, sobre todo, con su misericordia. Después de esta confesión de fe, el Señor comienza a hablar de su pasión, mientras se dirige a Jerusalén.
 
La multitud, después de contemplar los portentos de Jesús, empieza a comentar acerca de él. En este contexto, llegando a Cesarea de Filipo, plantea a sus discípulos una pregunta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Jesús se llama a sí mismo “Hijo del Hombre”, en alusión a su humanidad, pero también con la fuerza que tiene tal designación en el profeta Daniel (7,13-16). Las respuestas de la gente son positivas en general, aunque no exactas. Comparar a alguien con Juan Bautista, con Elías o algunos de los profetas era siempre un halago, sin embargo y pese a todo, no corresponde a la exacta identidad de Jesús.
 
Por eso el Maestro pregunta de forma directa a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Esta respuesta sí corresponde a la identidad precisa de Jesús, ya que él no es sólo un profeta, ni siquiera el más grande de ellos, sino que es el Mesías, el ungido y enviado por Dios para llevar la salvación a Israel y a todas las naciones. Él es el Hijo del “Dios vivo”, el único y verdadero, presente en la historia, en contraste con los ídolos inertes de los paganos.
 
Jesús felicita a Simón y le hace saber que es Dios quien lo ha inspirado. Por eso su respuesta no es de índole humana, sino una inspiración divina. Y le dice: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos!” También nosotros, los discípulos de ahora, debemos ser conscientes de que la fe no es obra humana, sino un don de Dios, pero que implica la tarea de responder con toda convicción, como lo hizo Pedro.
 
Entonces Jesús le confía a Pedro una misión: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…”. Porque el Padre ha revelado a Pedro el mesianismo y la filiación divina de Jesús, es constituido en piedra fundamental de la Iglesia edificada por Cristo. Esto recuerda la metáfora usada por el Señor al final del sermón de la montaña: quien escucha sus palabras y las pone en práctica es como “una casa edificada sobre roca”, en contraste con la otra construida “sobre arena” (Mt 7,24-27). Pedro es cimiento, es decir, garantía para los que profesan la fe en Jesús como Mesías. Él es la roca en la que descansa la nueva comunidad mesiánica. Con una garantía de tal naturaleza podemos vivir y caminar seguros. “Las llaves del Reino” y la potestad de “atar y desatar”. expresan la facultad de Pedro para actuar en nombre del mismo Cristo.
 
Pero la misión de Pedro, como la de Pablo, no fue fácil. Ambos tuvieron que pasar por muchas tribulaciones, como refiere tanto Hechos de los Apóstoles, como la carta a Timoteo. Después de cumplir fielmente sus misiones, ellos culminarán todo en el testimonio supremo del martirio.
Pablo sabe que está a punto de entregar su vida: “Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida”. Sin embargo él se siente satisfecho, porque ha sido fiel a la misión recibida del Señor: “He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe”. Él está consciente del premio que, gracias a su fidelidad, está por alcanzar: “ahora sólo me espera la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento. El final de Pablo no es una derrota. Es el triunfo de los que cumplen con fidelidad su misión.Y es la corona que esperamos.
 
La fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo nos invitan a la alegría y a la confianza en el Señor. Estamos ciertos que él guía a su Iglesia y vela sobre nosotros, a pesar de que, como ellos, si queremos ser fieles a nuestra misión de discípulos misioneros, tenemos que afrontar adversidades y rechazos. Pero, el Señor, con su Palabra y Eucaristía, nos da la fuerza para salir adelante y esperar el premio eterno.
 
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