En el Sermón de la Montaña, el corazón mismo del Evangelio de san Mateo, Jesús nos ha invitado a “ser sal de la tierra y luz del mundo”, a asumir la ley divina con más plenitud y perfección y tener una “justicia mayor” que la de los escribas y fariseos. Las enseñanzas del Señor en el evangelio de hoy se centran en cómo afrontar la violencia, el amor a los enemigos y la invitación a buscar la perfección. Esto es necesario para llegar a ser auténticos discípulos suyos.
 
 

Ser sal de la tierra y luz del mundo

Con las bienaventuranzas inicia el Sermón de la Montaña, el cual constituye del corazón mismo de todo el evangelio.

Con las bienaventuranzas inicia el Sermón de la Montaña, el cual constituye del corazón mismo de todo el evangelio.

 
Las exigencias de Jesús podrían parecer excesivas, ya que piden total y absoluta disposición para el perdón y la reconciliación con los enemigos, pero son expresiones de su novedad que supera lo antiguamente ordenado.
 
La primera enseñanza de Jesús, “han oído que se dijo: ‘ojo por ojo y diente por diente’”, alude a una ley muy antigua, llamada “del talión”. Se remonta a más de XV siglos atrás y que fue regla de varios pueblos del Antiguo Oriente. Esta ley buscaba la equivalencia en los daños. Aparece en Ex 21,22-27; Lev 24,20-21 y Dt 19,21. En su aparente barbaridad fue un gran avance en la historia de la humanidad, pues sirvió para contener las venganzas ilimitadas o desproporcionadas, pero no propiciaba la reconciliación. Jesús, en cambio, presenta una nueva alternativa: no resistir al mal con más mal, que ilustra con “ofrecer la otra mejilla”, “ceder hasta el manto” y estar dispuestos a hacer más de la cuenta.
 
La “bofetada” expresaba odio y ofensa. La vergüenza era mayor que el dolor mismo. “Dar el manto” significaba lo extremo, al quedarse prácticamente desnudo. Esto estaba en contra de derecho prestatario del Antiguo Testamento en el que, cuando un pobre ha tenido que dar en prenda su capa o manto se le debe devolver, para que pueda dormir en ella (Ex 22,26s; Dt 24,1s). Ante lo reclamado por la fuerza, el Señor pide acceder, incluso al doble. En conclusión, Jesús considera como única forma de evitar la violencia es no proseguir con ella.
 
A veces se pretende justificar la violencia como algo normal. Suele decirse que siempre han existido luchas y guerras. Sin embargo la violencia es una reacción irracional, motivada por la actitud ciega e intolerante, solapada por estructuras sociales que la admiten y hasta la fomentan para sacar provecho económico. La violencia nunca es un fenómeno natural. Es más bien producto de una sociedad deshumanizada y con intereses mezquinos.
 
La violencia es multifactorial y multiforme. No es solo aquella extrema, generada por de bandas delincuenciales y grupos del crimen organizado, en la lucha por el poder y el control de sus territorios. Es también la violencia que día a día generamos en las calles y hasta en el propio hogar, violencia intrafamiliar y agresiones, a veces por tonterías insignificantes. Es la violencia de medios amarillistas de comunicación, mercaderes del morbo, que la difunden a través de series, películas y hasta noticieros que hacen apología del delito. Es la violencia promovida por el comercio en juegos aparentemente inofensivos, pero que estimulan la agresión y que niños y adolescentes instalan en sus dispositivos electrónicos.
 
Pareciera que el evangelio de hoy nos propone algo imposible de practicar. Corremos el riesgo de desilusionarnos y cuestionar: ¿qué idea tiene del ser humano el Dios de Jesucristo para proponer semejante osadía? Sin embargo podemos invertir la pregunta: ¿qué imagen nos hemos hecho de Dios para considerar imposible el horizonte que nos despliega Jesús?
 
La santidad, anhelada ya por el libro del Levítico, no se alcanza a través de normas rituales o de otros preceptos, sino por la presencia del Espíritu de
Dios que habita en nosotros y nos hace “templos santos”, como enseña san Pablo. pero, cuando lo ignoramos, nos extraviamos en nuestra “lógica” humana que apaga el “sueño de Dios”: “forjar de las espadas arados y de las lanzas, podaderas”. Si practicar este evangelio nos parece imposible, significa que no hemos entendido al Padre de Jesús, “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia, el Dios que no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas”.
 
Si creemos que no es posible vivir las enseñanzas del Sermón de la Montaña, significa que en vez de ser imagen y semejanza de Dios, más bien hemos diseñado y construido un “dios” a nuestra imagen y semejanza, una caricatura de alguien que no es el Padre de Jesús.
 
Nuestra vocación es la santidad. No podemos seguir generando odio, enemistad, rencor, resentimiento o deseos de venganza. Estos males son cáncer que crece de forma incontrolable, con muchas formas de metástasis. Su daño corroe nuestra existencia y nos sumerge en una espiral devastadora e irreversible, donde la violencia engendra más violencia. El “templo santo de Dios” en nosotros se deteriora, se destruye y desploma.
 
En cambio, el perdón es el testamento escrito por el mismo Jesús en la cruz. Es la herencia y la bendición otorgadas desde el costado traspasado por la lanza clavada con saña asesina, pero convertido en el manantial del que brota la vida, el agua y la sangre, que pueden purificar el odio esparcido a lo largo de la historia humana y de nuestra propia historia y que puede reconstruir el templo santo tan ultrajado y profanado.
 
Necesitamos comprender bien las enseñanzas que nos ofrece Jesús en el Sermón de la Montaña, asimilarlas y, sobre todo, vivirlas en el aquí y ahora de nuestro País, tan golpeado por el flagelo de la violencia, el crimen, la división, la polarización, el encono… Dejemos de oír los aullidos de los lobos sanguinarios que buscan sacar partido de la violencia y del sufrimiento, escuchemos la voz del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas y las alimenta con el pan de su Palabra y de su Eucaristía.
 
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