Desde tiempos primitivos los seres humanos han formado agrupaciones, en razón de los vínculos de la sangre, padres, hijos, hermanos… Han buscado sumar fuerzas para conseguir sus alimentos y protegerse. Así surgieron clanes, tribus y grupos étnicos que se fueron caracterizando por su sentido de pertenencia. Pero así como creció y se fortaleció dicho sentido de pertenencia, también propició la rivalidad hacia otros grupos y las luchas tribales y raciales.
 
 
Desde aquellos tiempos remotos de la historia primitiva, algunos comportamientos humanos no han cambiado mucho. Hoy como ayer el sentido de pertenencia a un grupo, pueblo, país… sigue siendo normal y hasta legítimo. Sin embargo cuando ese mismo sentido se absolutiza, se generan rivalidades, como los conflictos frecuentes en muchos lugares, las guerras armadas o económicas entre países, las polarizaciones sociales y políticas en las sociedades, el rechazo a los migrantes, los cierres de fronteras… Si analizamos con detenimiento estas lamentables situaciones, no sólo no hemos avanzado en relación a los tiempos primitivos, sino que incluso las formas de rivalidad se han sofisticado, haciéndola más intensa, cruel e inhumana.
 
 
En ocasiones nosotros mismos adoptamos actitudes de esa índole. A veces nuestra forma de actuar es hostil e intolerante respecto a quienes no pertenecen a nuestros “gremios” o no piensan como nosotros; nos cuesta aceptar a los que no son de nuestro círculo familiar, de amigos, miembros de nuestro club, colonia, partido político; incluso llegamos a ser intolerantes con quienes no pertenecen a nuestras asociaciones o grupos parroquiales. A quienes no colaboran o cooperan para nuestras causas, con frecuencia los vemos como intrusos, extranjeros y hasta indeseables. Por eso, este domingo la Palabra del Señor nos interpela con mucha fuerza.
 
 
El Profeta Isaías hace un anuncio inusitado para su tiempo (s. VI a.C.): “…A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos a mi altar, porque mi templo será casa de oración para todos los pueblos”. El universalismo de este mensaje es inédito. El Antiguo Testamento suele referir las bendiciones y beneficios de Dios a Israel, su pueblo elegido, pero aquí la salvación se abre también a los extranjeros.
Por su parte, san Pablo, nacido en el seno de una familia judía migrante, radicada en Tarso de Cilicia, al escribir a los cristianos de Roma, les dice que busca desempeñar lo mejor posible su ministerio entre ellos que no tienen su origen. Desea así también despertar celos a los de su raza, para conducirlos a la salvación. Recuerda a los romanos que a pesar de su rebeldía contra Dios, en su vida anterior, han alcanzado misericordia, la cual es más evidente por el rechazo de sus hermanos judíos, de quienes espera también su conversión.
 
 
Tanto la alegría con la que serán colmados los extranjeros a los que se refiere Isaías, como la misericordia que han encontrado los paganos convertidos al cristianismo en Roma, vienen directamente de Dios, quien despliega su amor paterno y acoge a todos sin distinción. Por tanto, resultan muy desconcertantes las palabras de Jesús que refiere san Mateo cuando “una mujer cananea le salió a su encuentro y se puso a gritar: ‘Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio’”.
 
 
La retirada de Jesús a la región de Tiro y Sidón otorga un matiz particular al relato. El Señor se aleja de la tierra de Israel para entrar en la región de la Fenicia pagana. Allí aparece gritando una mujer designada como “cananea” (nombre peyorativo y despectivo de los enemigos de Israel). La súplica de la mujer incluye el reconocimiento de la condición mesiánica de Jesús y la petición a favor de su hija.
 
 
En un primer momento Jesús no responde. Parece ignorar a la mujer extranjera. Cuando los discípulos le insisten que la atienda, lo hace pero de forma áspera, enfatizando la prioridad de Israel (como en Mt 10,5-6). La expresión, en labios de Jesús parece demasiado fuerte, incluso hasta ofensiva: “No está bien quitarles el pan a los hijos para dárselo a los perritos”. Esta frase sería impropia en labios de quien ha predicado amor y misericordia hasta con los enemigos, si no fuera porque dicha circunstancia es una maravillosa oportunidad que abre paso a una gran enseñanza, no solo para la mujer y los discípulos de entonces, sino para todos los que en la historia leemos el evangelio.
 
 
La fe de la mujer extranjera es elocuente, edificante y ejemplar. El pasaje evangélico enseña que cuando acontece la fe en Jesús, no es posible negar la entrada en el proyecto de salvación de Dios. La respuesta de la mujer, “también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos” es digna de encomio. Podría escribirse con letras de oro, ya que es modelo de humildad, disposición y adhesión total a quien ella reconoce como enviado de Dios. El pasaje, por tanto, funciona como un valioso recurso pedagógico para comprender el lugar que tiene la adhesión a Cristo en la dinámica de la salvación. Al final, gracias a su fe, aquella mujer “cananea” no sólo recibe el favor que pidió, sino que se convierte en modelo de creyente.
 
 
Un gran desafío para nosotros es superar la división y polarización ideológica, política y social. Los creyentes en Cristo, en lugar de mirarnos como “adversarios”, necesitamos entendernos y aceptarnos como hermanos (como nos exhorta el Papa Francisco en Fratelli tutti), hijos de un mismo Padre, sin importar que la división, polarización y discordia sean propiciadas por los mismos que gobiernan. El mensaje de Cristo posee una fuerza mayor que cualquier ideología o corriente política. Nuestra tarea es seguirlo con fidelidad, alimentados con su Palabra y su Eucaristía