Hoy es Viernes Santo. Contemplamos a Cristo, muerto en la Cruz. En él podemos descubrir el alcance del infinito amor del Padre, quien no solo quiso salvarnos, sino redimirnos entregando a su Hijo único.
 
 

Viernes Santo: Cristo da su vida por amor a nosotros

 
Poco es lo que podemos comprender. Basta contemplar con gratitud ese misterio de amor inconmensurable de Dios y de su Mesías, quien quiso compartir nuestra realidad humana de miseria, dolor, muerte, pero también de esperanza en una vida nueva e inagotable.
 
“Muchos se horrorizaron al verlo –anunciaba, unos cinco siglos antes, el profeta Isaías, en el cántico del Siervo de Yahvé– ¿A quién se le revelará el poder del Señor?… Por sus llagas hemos sido curados”. Cristo se entregó por nosotros a la muerte de cruz, para salvarnos con un poder mayor al del mal, del pecado y de la muerte, el poder del amor. Y Jesús, al terminar esta misión pudo exclamar: “Todo está cumplido”.
 
El Verbo eterno de Dios, encarnado por obra del Espíritu Santo en el vientre purísimo de la Virgen María, ha llevado a total cumplimiento la voluntad del Padre: amarnos hasta el extremo, hasta dar la vida para salvarnos del poder del pecado, del mal, del demonio y de la muerte, y darnos la posibilidad de vivir en comunión con él. “Por sus llagas hemos sido sanados”. Su dolor y sufrimiento no sólo alivian los nuestros, sino que les otorgan un nuevo y pleno sentido, el sentido de la Redención.
 
“Amor con amor se paga”, dice un popular refrán. Si Cristo ha dado su vida por amor por nosotros, nuestra respuesta también tiene que ser de amor. Ciertamente nunca podrá darse una total correspondencia, ya que jamás podríamos amar como el nos ha amado, pero sí, en la medida de lo posible, demos una respuesta de amor, respuesta de gratitud a quien nos amó primero y… “hasta el extremo”.
 
Algunos tratados de Teología distinguen entre pecador “atrito” (atribulado) y “contrito” (arrepentido). El primero siente pesar porque teme a las penas merecidas de sus pecados (pérdida del cielo y castigo eterno). El “pecador contrito”, en cambio, experimenta dolor ante todo por haber fallado a quien le ama. Una religiosidad basada en los incentivos “premio”– “castigo” tiene el gran riesgo de ser infantil. La fe madura y genuina sabe corresponder al amor de quien que, como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mi” (Gál 2,20). Algo así expresa un bello poema del S. XVI, de autor desconocido:
 
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme al ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
 
 

 

 
 
 
 
 
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La motivación principal no es la promesa de la felicidad, ni el miedo al castigo, sino buscar corresponder al amor de quien entregó su vida por nosotros. Una respuesta de amor al que “nos amó primero” (1Jn 4,10. 19).
 
El relato de la pasión, que nos ofrece san Juan no es una crónica de hechos pasados. Es el testimonio del que ha creído y experimentando el amor de Jesús y una invitación a tener esa misma experiencia. Este relato constituye una proclamación de fe, que invita a una respuesta igualmente de fe en el Redentor, el verdadero Siervo de Yahvé, que nos sana con sus llagas y da el sentido pleno a nuestra vida, dolores y sufrimientos.
 
¿Cómo agradecer a Dios por su infinito amor? ¿Cómo corresponder a su Hijo amado, que ha dado su vida para hacer la nuestra plena y eterna? ¿Cómo seguir el estilo de vida del que ha sufrido nuestras mismas pruebas, excepto el pecado (Hb 4,15)?
 
¡Levantemos la mirada y contemplemos la expresión suprema del amor, expresado en la cruz del Redentor que nos amó y se entregó por nosotros.
 
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