El cuarto domingo de Cuaresma tiene un matiz especial, que aparece ya en la antífona de entrada, inspirada en un texto del profeta Isaías: “Alégrate Jerusalén, y que se reúnan cuantos la aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad”. Dentro del espíritu penitencial característico de la Cuaresma, este domingo resalta la alegría, pero no la pasajera y efímera, sino aquella que nace al experimentar la infinita misericordia de Dios.
 
San Lucas nos regala una joya de su evangelio, la parábola del “padre misericordioso” (mejor que del “hijo pródigo”, porque el protagonista no es el hijo sino es el padre). Ella presenta de modo elocuente el alcance del amor de quien en última instancia refleja a Dios. San Pablo también nos habla de la misericordia de Dios, que reconcilió el mundo consigo en Cristo. Por su parte, el libro de Josué refiere la entrada del pueblo judío en la tierra prometida, después de una larga y penosa peregrinación por el desierto, pero gracias a la protección amorosa divina, pudo poseer la tierra de la promesa. Todo está marcado por la alegría.
 
La parábola que hoy escuchamos es impresionante. Presenta a un papá que no obstante las ingratitudes y acciones equivocadas, respeta la decisión de sus hijos. El menor de ellos decide pedir su herencia y alejarse. A pesar de todo, contra las costumbres y las formas adecuadas de esa cultura, el padre le concede lo que le pide y, aun con dolor, lo deja marchar, sabiendo que, lejos de encontrar felicidad, el joven tomará sendas erróneas. Sin embargo y pese a todo, él respeta la libertad de su hijo.
 
El hijo menor, una vez que derrocha su fortuna de forma disoluta, pierde incluso su propia dignidad. Después de un tiempo de placeres efímeros se encuentra en una situación penosa e indigna, pues en su necesidad llega al límite de cuidar cerdos. Esto no es irrelevante, sino lo peor que puede pasarle a un judío, que incluso tenía prohibido comer la carne de esos animales considerados impuros. “Cuidar cerdos” significa tocar fondo en tierra de paganos. Todavía peor, ni siquiera puede alimentarse de la comida de los cerdos. Se trata de una pérdida completa de su dignidad. Él lo reconoce y por eso piensa decirle a su padre que ya no merece que lo considere como hijo suyo. Reconoce su situación y siente pesar por lo que ha hecho. Pero no es suficiente sentirse mal. La conversión es algo más que sentir remordimientos.
 
Entonces el joven toma una nueva firme decisión: “Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores”. El verbo “levantarse” expresa que el joven se encuentra derribado, al haber perdido su dignidad filial. “Levantarse” significa abandonar la situación deplorable para comenzar una nueva vida. Entonces emprende el camino “de regreso” a casa, es decir, entra en la dinámica de la “conversión”. No basta sólo sentirse mal. El remordimiento es la voz de la conciencia que reclama, pero lo decisivo es “levantarse”, emprender el camino y dar los pasos necesarios para volver a la casa del Padre.
 
La parábola continúa: “cuando el hijo estaba aún lejos, su padre lo vio y se enterneció profundamente, corrió hacia él y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos”. La actitud del padre es excepcional y contrasta con la infidelidad del hijo. Éste intenta pronunciar el discurso que había preparado, pero su padre no lo deja. No es necesario. Al contrario, pide para su hijo sandalias, traje y anillo, signos de la acogida festiva. Ante la misericordia del padre no valen los discursos prefabricados. Las acciones son las que cuentan. El padre devuelve al hijo la dignidad filial que había perdido por su propia culpa. Esto es relevante y el motivo de la gran alegría con la que cierra esta parábola del evangelio de san Lucas.
 
El padre de la parábola no castiga al hijo. Éste ya se ha castigado a sí mismo, al perder su propia dignidad y caer en lo más bajo. El padre sólo quiere fiesta porque su hijo “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo ha encontrado”. Se alegra por la conversión, que es retorno a la vida y restituye su dignidad. El hijo se alegra al experimentar la misericordia de su padre, y todos son invitados a la fiesta.
 
Este domingo de Cuaresma resalta la alegría, como fruto de la conversión, que es reencuentro con el Padre y con los demás. La alegría es comunitaria. El pecado destruye la comunidad, pero la conversión la reconstruye. Así como todos somos corresponsables del alejamiento de nuestros hermanos, también estamos invitados a compartir el gozo del reencuentro y la restitución de su dignidad perdida. En este sentido es relevante, el hijo mayor.
 
Desde un punto de vista humano, sus razones pueden ser válidas. Parece justificable su actuar, pues al marcharse su hermano, él cargó con el peso del trabajo y no entendía cómo, después de lo sucedido, su padre recibe a su hermano y manda incluso hacer fiesta.
 
Necesitamos una lógica distinta, la del amor divino. El hijo mayor “bueno y obediente” con sus humanos razonamientos se auto excluye de participar de la alegría que genera por la misericordia. La cuaresma de este año jubilar nos invita a vivir en Cristo como creaturas nuevas, por medio de la conversión y el alegre reencuentro con Dios y nuestros hermanos.