Culminamos del tiempo de la Pascua, con el “Domingo de Pentecostés”. El nombre tiene origen en la lengua griega, significa “quincuagésimo”. Es el día número cincuenta del tiempo pascual, con el que concluye el ciclo litúrgico, pero sin olvidar que nuestra vida cristiana es siempre una festiva y permanente pascua. El Papa Francisco nos ha recordado con frecuencia que los creyentes vivimos cada día la alegría pascual, hasta que lleguemos a celebrar la Pascua eterna y con toda plenitud, en la Casa del Padre.
Hechos de los Apóstoles narra el acontecimiento de Pentecostés de modo asombroso. “Al cumplirse los días” es una expresión muy usada por san Lucas para indicar algo más que un simple dato cronológico. Se trata del cumplimiento con sentido salvífico. Los discípulos reunidos esperaban que se cumpliera la “Promesa” que les hizo el Señor resucitado.
La descripción es impresionante: una impetuosa ráfaga de viento, lenguas de fuego, pero también lenguas diversas para expresar los prodigios de Dios. Es una “teofanía” (manifestación asombrosa de Dios). Tanto el término hebreo “ruah”, como el griego “pneuma”, significan a la vez “viento” y “espíritu”. La “ráfaga de viento” expresa la presencia del Espíritu de Dios. El fuego también está relacionado con el Espíritu, como lo había anunciado Juan el Bautista: “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16). “Viento” y “fuego son manifestaciones extraordinarias y maravillosas de la presencia de Dios, como tuvo lugar en la teofanía del Sinaí, que preparó la Alianza entre Dios e Israel (cf. Ex 19,16-24).
El libro de Hechos de los Apóstoles ubica su narración en la fiesta judía “De las Semanas” (siete semanas después de la Pascua), llamada “Pentecostés” por los judíos de habla griega. Una celebración agrícola en sus orígenes, pero que con el tiempo paso a conmemorar precisamente la renovación de la alianza en el Sinaí.
Nuestra celebración cristiana de Pentecostés tiene muchas e importantes implicaciones, entre los cuales podemos destacar:
1. Jesucristo inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y su Iglesia. Esta Alianza, sellada con la sangre del Redentor, el Cordero sin mancha, es ratificada en Pentecostés por la efusión del Espíritu Santo, el cual también se convierte en el mejor Garante de esta Alianza nueva y eterna.
2. Pentecostés representa el cumplimiento de la Promesa hecha por Jesús a sus discípulos. San Juan refiere que en la última cena Jesús les prometió que les enviaría al “Paráclito” (invocado para estar junto a los discípulos, para animar, impulsar, fortalecer…): “Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré a ustedes de Parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mi y ustedes también darán testimonio”. Añade: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad les guiará en la verdad plena..,”. En Pentecostés tiene lugar el cumplimiento de la Promesa. El “Paráclito” (abogado, animador, consolador…”) viene para conducir a los discípulos en la nueva etapa. Les toca ahora continuar la misión iniciada por Jesús. Como la tarea no es fácil, por eso reciben el Espíritu Santo, que los habrá de conducir e impulsar para que cumplan con fidelidad dicha misión.
3. Pentecostés es el signo más elocuente de la unidad de los creyentes, en la confesión de una misma fe. Aquí nace propiamente la “catolicidad” (universalidad) de la Iglesia. Los apóstoles, al recibir el Espíritu, empezaron a hablar en otras lenguas, según les concedía expresarse. En aquel entonces había en Jerusalén personas de distintos lugares (partos, medos, elamitas, de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Asia…) y cada quien los escuchaba hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. El prodigio no consiste tanto en que los discípulos hablen lenguas diversas, sino más bien en que los presentes los escuchen hablar en su propia lengua. La unidad que genera escuchar el mensaje del Evangelio.
Pentecostés significa la unidad que sólo puede dar el Espíritu de Dios, como recuerda san Pablo: “Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios que hace todo en todos es el mismo. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. El Apóstol pone el ejemplo del cuerpo que a pesar de tener muchos miembros es uno solo. Así, todos, “judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber de mismo Espíritu”. Por eso él es el Espíritu de la unidad.
La unificación de las lenguas en Pentecostés “re-escribe” la historia de la humanidad. En el Antiguo Testamento, la “Torre de Babel”, con la confusión de las lenguas, simbolizó la división de una humanidad enferma de orgullo y soberbia. En Pentecostés, al contrario, la unificación de las lenguas abre paso a una nueva humanidad, regenerada por el Espíritu Santo, que reencuentra la comunión para caminar juntos en la salvación.
El Espíritu Santo puede regenerar nuestro mundo fragmentado y herido por tantas luchas fratricidas. Él puede guiarnos al encuentro, a pesar de las divisiones en la sociedad, como se manifiesta en la polarización ideológica y política, especialmente en este ambiente electoral de nuestro País. Él es quien puede llevarnos a la reconciliación y a la paz, a pesar de odios y rencores, de agresiones y guerras, como las que ocurren de Ucrania o la Franja de Gaza… Él puede darnos vida en medio de tantos signos de muerte, violencia y crímenes en nuestro País. Necesitamos al Espíritu del amor, de la unidad, de la verdad, de la justicia y de la paz.
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