Con el signo de la ceniza hemos iniciado la Cuaresma, en preparación con espíritu de austeridad, penitencia, oración y sobre todo de caridad, para celebrar la Pascua del Señor.
La Cuaresma no es meta, es camino; no es objetivo, es medio para unirnos a Cristo muerto y resucitado. Es el tiempo en el que la Iglesia, como el pueblo de Israel, atraviesa el desierto del tiempo y de la historia, para llegar a la “Tierra prometida” en su sentido pleno, la que Jesucristo nos consiguió con su Misterio Pascual.
El desierto es emblemático, como lugar de tentación. Israel, en su camino durante cuarenta años sucumbe, incurriendo en pecado, rebelión e idolatría. Jesús, al iniciar su ministerio, pasa cuarenta días en el desierto y, aunque también fue sometido a la tentación, se mantiene fiel a su Padre.
La Iglesia en el tiempo litúrgico de la Cuaresma, recuerda que transita hacia la celebración anual de la Pascua, pero sobre todo camina hacia la Pascua eterna. En este camino de prueba y tentación, tenemos la opción de seguir el ejemplo de Israel o el de Jesús, es decir, podemos sucumbir a la tentación o mantenernos fieles a nuestro Dios. Tanto el libro del Deuteronomio, como san Pablo expresan la necesidad de vivir la fe en el único Dios y Señor, digno de alabanza y adoración.
En el Deuteronomio, Moisés enseña al pueblo cómo rendir homenaje a Dios. Al presentarle las primicias de la tierra, el israelita recita el “credo histórico”, recordando las principales etapas de la historia de la salvación y reconociendo cómo Yahvé ha favorecido a su pueblo. Al terminar la ofrenda, Moisés ordena: “te postrarás ante el Señor para adorarlo”. Sólo Dios, el único Señor, es digno de adoración, y nadie más (cf. Ex 20,3-5; 34,14; Dt 5,6-9).
San Lucas narra como Jesús, recién bautizado, es conducido al desierto por el Espíritu, para ser tentado por el Diablo. El desierto es una dura realidad, pero también una gran oportunidad para templar la fidelidad a Dios. Después de ayunar cuarenta días, Jesús siente hambre, entonces el Tentador lo desafía. En el bautismo, el Padre reconoció a Jesús como su “Hijo amado”, y Diablo aprovecha para tentarlo con una sutileza que nada tiene que ver con las imágenes terroríficas con las que se suele asociar. El Hijo de Dios puede saciar su hambre con facilidad. La sutileza es la “técnica” preferida de Satanás: “si eres libre”, “si quieres aprovechar la oportunidad”, “si eres audaz y valiente …”
En realidad, el Diablo quiere inducir a Jesús para que haga lo opuesto a su condición de Hijo de Dios, usando sus poderes en beneficio propio. Pero él no utiliza su filiación divina para provecho personal. Por eso, tampoco en Getsemaní pedirá a su Padre un ejército de ángeles (Mt 26,53), ya que todo lo que Jesús hace es para la salvación del mundo. La breve respuesta al Tentador, “no sólo de pan vive el hombre”, expresa que lo importante para el Hijo es hacer la voluntad del Padre, como dice en Jn 4,34: “Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió” (4,34). Incluso, en el momento crítico de la agonía, Jesús dirá: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).
La segunda tentación, aunque parece ridícula, es seductora. Satanás le muestra a Jesús en un instante todos los reinos de la tierra y se los ofrece, si se postra ante él y lo adora. El Tentador pretende ser dueño de los reinos, para darlos a su antojo, con la condición de ser reconocido como amo. Busca usurpar la adoración debida sólo a Dios. ¿En qué sentido los reinos de la tierra le pertenecen al Diablo? Si bien todo el universo pertenece a Dios, nos lo ha confiado a sus colaboradores, pero cuando nos apartamos de su proyecto creador, lo pervertimos y se lo arrebatamos, para entregarlo al Maligno. Entonces ya no rige la paz, la justicia, la verdad y la vida. Al contrario, gobierna la injusticia, la mentira, el odio y la muerte. Así es como reina Satanás.
El mundo convulsionado por guerras y discordias, y nuestra propia patria, azotada por la violencia y el crimen, se han convertido en campos diabólicos de sangrientas luchas fratricidas. Cuando se busca el poder, la riqueza y el dominio, a costa de lo que sea, incluso destruyendo o asesinando, es postrarse ante el Diablo, tributarle las ofrendas de dolor y llanto y ofrecerle la sangre de víctimas inocentes.
Jesús es el Señor del universo, pero no como sugiere el Tentador. Él recibe la autoridad sobre cielo y tierra, a través de la obediencia a su Padre. Por eso rechaza la tentación, citando la Escritura: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”. Éste es el primero de los mandamientos. La adoración se debe sólo y únicamente a Dios.
La tercera tentación es la más insidiosa, pues usa la Escritura misma. El Maligno le dice a Jesús que se arroje desde lo más alto del templo, “pues está escrito: los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras”. El Diablo conoce bien la Biblia, pero la manipula a su conveniencia. Le sugiere a Jesús que sea él mismo quien tiente a su Padre celestial y le obligue a intervenir en su favor. Jesús rechaza esta tentación, apelando a la misma Escritura: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios”. Jesús rechaza la propuesta del Maligno y se revela de nuevo como Hijo fiel, que hace la voluntad de su Padre.
Jesús venció las tentaciones, incluso las más insidiosas, las que tienen apariencia de bien, y con mucha sutileza intentan atrapar en las redes de los reinos que han sido entregados al Maligno. Como Jesús, al iniciar esta Cuaresma, expresamos nuestra fidelidad al Padre celestial, y le decimos: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
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