Al celebrar la Asunción de la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, nos unimos al canto de fe y de esperanza, pero también de lucha y esfuerzo.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap19,16) y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59).
El 01 de noviembre de 1950, el Papa Pío XII, movido por el Espíritu Santo, después de escuchar a los pastores de la Iglesia y el sentir de los fieles, definió solemnemente el dogma de la Asunción de María Santísima. Cuatro fueron las razones principales para esa definición:
1) La inmunidad de María de todo pecado:
Ella, concebida sin pecado (Papa Pio IX), estaba libre de la corrupción. Esto le permitió entrar pronta y directamente, en cuerpo y alma, en la gloria del cielo.
2) La Maternidad Divina:
Ya que el cuerpo del Hijo de Dios se había formado en el de María, convenía que participara de la suerte del cuerpo glorificado de Cristo. Ella concibió y dio a luz al Verbo eterno (Concilio de Éfeso), lo nutrió y lo cuido, por tanto n era posible que él permitiría que ese cuerpo que le dio vida, viera la corrupción.
3) La Virginidad Perpetua:
Como el cuerpo de María fue preservado en integridad virginal (II Concilio de Constantinopla), siendo un tabernáculo viviente del Verbo, después de la muerte no debió sufrir la corrupción.
4) La participación en la obra redentora de Cristo:
La Madre del Redentor, por su íntima participación en la obra redentora de su Hijo, después de consumar su vida sobre la tierra, recibió el fruto pleno de la redención, que es la glorificación del cuerpo y del alma.
Esas razones fueron decisivas para declarar el dogma de la Asunción de María. Esta verdad de fe expresa la victoria de Dios, confirmada en María y asegurada para nosotros. Ella, la primera en participar plenamente del Misterio Pascual de Cristo, nos garantiza tal participación. Así, la Asunción de la Virgen es señal y promesa de la gloria esperada para la resurrección final, cuando nuestros cuerpos sean glorificados como el de Cristo. Celebrar su Asunción nos lleva a entrar en una dinámica que incluye: resurrección, lucha y esperanza.
Resurrección: nuestra fe se basa en la verdad fundamental de la resurrección. El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma sólo se puede comprender desde la Resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre “ha sido atraída” por el Hijo en su paso, a través de la muerte, hacia la vida plena. Como Jesús resucitado entró para siempre en la vida eterna, con la humanidad que había tomado de María, así también ella, que lo siguió fielmente, entró con su hijo en la vida plena, asegurándonos que ese es también nuestro destino. Sin embargi, antes hay que vivir en lucha y esperanza.
Lucha: el libro del Apocalipsis ofrece la visión de la lucha entre la “Mujer” y el “Dragón”. La “Mujer”, que en primera instancia representa a la Iglesia (y con ella, a su Madre), ya gloriosa y triunfante, también enfrenta el combate contra el mal. Al mismo tiempo que la Iglesia ya participa de la gloria de su Señor en el Cielo, en su historia temporal sufre pruebas y libra combates a causa del conflicto continuo entre el reino de Dios y el Maligno. La Iglesia fiel a su Señor, siempre es atacada y perseguida por las fuerzas del mal.
Esperanza: la Madre de Cristo vive glorificada, pero también nos acompaña en nuestro arduo camino y nos protege en la lucha cotidiana que, como Iglesia peregrins, enfrentamos cada día. Ella nos llena de esperanza. La que ha entrado para siempre en el Cielo, no se aleja de nuestra historia temporal. Su ejemplo e intercesión nos garantizan que el mal nunca podrá triunfar sobre el bien.
Todo el libro del Apocalipsis es una invitación a la esperanza de que el mal jamás será la palabra definitiva, a pesar de que signos de muerte parecen campear y dominar el mundo. La Asunción de María es un signo claro y fehaciente que garantiza la victoria final de los que se conservan fieles a Dios. Por tanto, la que participó del dolor de la cruz y“una espada le atravesó el alma”, es modelo de esperanza y virtud de todo aquel que vive la lucha cotidiana entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte, sabiendo que la fe en la resurrección de Cristo sostiene los esfuerzos y colma las ilusiones.
María, siempre cercana a los discípulos de Cristo, camina sufre y canta con ellos, y ahora también con nosotros, el Magnificat de la esperanza. Magnificat y Apocalipsis son, cada uno a su modo, himnos de esperanza. En ambos se deja ver la poderosa acción del Dios salvador, mirando la humillación de sus siervos y haciendo cosas grandes por la santidad de su nombre; en ambos se expresa cómo el Señor despliga la fuerza de su brazo para elevar a los humildes y derribar a los poderosos; Magnificat y Apocalipsis dejan ver cómo el Misericordioso cumple sus promesas y, por su misericordia, auxilia a sus fieles, a quienes nunca abandona, ni jamás permite su derrota.
Al celebrar la Asunción de la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, nos unimos al canto de fe y de esperanza, pero también de lucha y esfuerzo; entonamos el canto que une a la Iglesia gloriosa con la peregrina, que une la tierra con el Cielo y nuestra historia con la eternidad, hacia la cual caminamos con gozo y esperanza.
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