San Marcos refiere que un escriba, dándose cuenta de la respuesta de Jesús a los saduceos acerca de la resurrección de los muertos, se acercó a él para preguntarle: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? Se trataba de una pregunta mal intencionada. Quería poner una trampa al Señor, quien le contesta recordándole el Shema´: “Escucha Israel el Señor nuestro Dios es el único Señor”. Pero Jesús añade: “El segundo es Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
 
En la anatomía humana, el cerebro y el corazón son los órganos vitales de mayor importancia. De ellos dependen las funciones más relevantes de nuestro cuerpo. Haciendo una analogía con la vida espiritual, podemos decir que, aunque todos los mandamientos de Dios poseen importancia y ninguno debiera ser menospreciado, sin embargo, ellos tienen también un “principio vital”, del cual dependen todos lo demás.
 
El libro del Deuteronomio nos presenta el “segundo discurso de Moisés”. Después de enumerar los mandamientos de la Ley de Dios (Dt 5,1-22) que aparecen en el Decálogo y de exaltar la mediación de Moisés (Dt 5,23-31), se ocupa del sentido que tiene cumplir dichos mandamientos: “Así honrarás al Señor tu Dios, guardando todos los preceptos y mandamientos que yo te ordeno hoy…” Pero al mismo tiempo señala cuál es el más importante de todo ellos, es decir, pone de relieve aquel que está en la base y sustenta los demás preceptos, tanto los del Decálogo, como todos los restantes que Israel debía cumplir (alcanzando el número de 613, entre “pesados” y “ligeros”): “Escucha Israel, El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas…”
 
Por tanto, si bien los restantes mandamientos del Decálogo y los demás preceptos promulgado en la Ley de Dios poseen importancia, sin embargo uno sobresale y está en la base de todos los demás. Este mandamiento fundamental jamás puede ser ignorado, ya que las consecuencias serían fatales, llegando incluso a sufrir una especie de muerte espiritual en el creyente. Se trata del mandato del amor a Dios, al que Jesús añade como complemento necesario, el amor al prójimo.
 
Los israelitas tenían que recitar cada día la oración conocida como Shema´ (por ser la primera palabra con la que comienza, en Dt 6,4, y que significa: “escucha” pero también “obedece”), porque ellos debían recordar siempre y en cada momento el primero y principal mandamiento dado por Dios.
San Marcos refiere que un escriba, dándose cuenta de la respuesta de Jesús a los saduceos acerca de la resurrección de los muertos, se acercó a él para preguntarle: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? Desde luego que se trataba de una pregunta mal intencionada, hecha por un maestro de la Ley, versado en las Escrituras. Quería poner una trampa al Señor, quien le contesta recordándole el Shema´: “Escucha Israel el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Pero Jesús añade algo también lo que dice Lev 19,18: “El segundo es Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y concluye: “No existe otro mandamiento mayor que éstos”.
Para Jesús, esos dos mandamientos son fundamentales, van juntos y se exigen mutuamente. El auténtico amor a Dios reclama el amor al prójimo, de forma inmediata y necesaria, mientras el genuino y pleno amor al prójimo sólo puede ser posible desde el amor a Dios. Ambos, en su conjunto y sin separación alguna, constituyen el corazón y el cerebro de la vida del discípulo de Jesús. Son el centro de toda la existencia cristiana. Si se descuidan, todo deja de funcionar. Si el corazón y el cerebro fallan, colapsa todo el cuerpo.
 
Con toda razón el pueblo hebreo hizo del Shema’ la oración por excelencia. Se dio cuenta que cada vez que se olvidó y puso su corazón en otros dioses o ídolos, cayó en desgracia, pecado e injusticia. Por eso, cada día los israelitas debían recitar con fervor el Shema’. En hebreo, el verbo shama’ lleva implícito el mandato de obedecer y poner en práctica.
 
Jesús asume que el amor a Dios constituye el mandamiento más importante y el primero de todos, pero siempre unido al amor hacia el prójimo. El Papa Francisco, en su muy reciente encíclica, “Dilexit nos” (nos amó), recuerda lo que “Dios fue quien nos amó primero”, como dice san Juan. También su Hijo nos amó, como san Pablo “lo afirmaba con certeza porque Cristo mismo lo había asegurado a sus discípulos: «los he amado» (Jn 15,9.12). También nos dijo: «los llamo amigos» (Jn 15,15). Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: «nos amó primero»” (1 Jn 4,10) (DN 1).
 
El Padre y su Hijo no amaron primero y nosotros les correspondemos. Pero, al mismo tiempo, “necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor” (DN 167). Una expresión clara e indispensable del genuino amor a Dios es el amor efectivo al prójimo, como si se tratara de uno mismo: “Si alguien dijera: «Amo a Dios», pero aborrece a su hermano, sería un mentiroso, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Cuanto mayor sea el amor auténtico hacia Dios, mayor será el amor verdadero al prójimo y viceversa, en un excelente círculo virtuoso.
 
Nosotros, que cada domingo nos alimentamos de la Palabra y de la Eucaristía, estamos especialmente invitados a “escuchar”, es decir a practicar y vivir con plenitud el mandamiento supremo del amor, sintetizado en esos dos preceptos indisolubles que, al final de todo, constituyen uno solo y son el “corazón” y el “cerebro” de toda nuestra existencia cristiana.