La Palabra de Dios en este domingo nos presenta dos modelos elocuentes de generosidad representados, en ambos casos, por mujeres viudas. Igual que los huérfanos y los migrantes, en el mundo socio cultural de los escenarios bíblicos, dichas personas, junto con los huérfanos y migrantes, simbolizaban a los más pobres, indefensos y desamparados.
El primer libro de los Reyes refiere sucedido con el profeta Elías cuando llegó a un lugar desértico llamado Sarepta, sin tener nada para comer ni beber. Al entrar al poblado vio una viuda que recogía leña y le pidió un poco de agua. Animado por la disponibilidad de la mujer, también le pidió un poco de pan. Pero ella le respondió con tristeza: “Te juro por el Señor tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan sólo me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija”. Y añadió una frase realmente terrible: “Voy a preparar un pan para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos”. Es la voz desesperanzada de una persona que ante una situación tan crítica no encuentra otra alternativa que resignarse a morir. Es difícil comprender una frase como la que aparece en los labios de aquella mujer, cuando no se enfrenta una realidad tan dramática.
El profeta Elías, en un gesto que podría ser interpretado como abusivo y hasta inhumano, pide a la mujer que tome lo poco que tiene y se lo comparta. Más aún, que primero haga el pan para el profeta, después para ella y para su hijo. La petición parece injusta. Sin embargo, es un ejemplo de lo que muchas veces ocurre en el camino de la fe. La única garantía es la palabra de un desconocido, pero que a la postre resulta ser un enviado de Dios, el cual le dice: “Así dice el Señor Dios de Israel: La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”. Lo más destacado de todo es que la mujer acepta dócilmente, sin replicar. Entonces llega el cumplimiento de lo que le había prometido el hasta entonces desconocido, pero al fin un hombre de Dios.
La generosidad lleva esa mujer al extremo de quedarse sin nada. Lo hace sin dudar, porque cree en Dios. Por eso aquella pobre viuda es un ejemplo elocuente y modelo de desprendimiento, pero también de fe y esperanza. Muchos de nosotros habríamos pensado primero en nuestra supervivencia y en la de nuestra familia. Ella no lo hizo así y fe recompensada: “a partir de entonces ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó”.
El relato conlleva una gran lección. Necesitamos aprender a pedir al Señor que nos conceda generosidad para ver más allá de nuestras propias necesidades. Así podremos encontrar realmente a Dios, porque al ser generosos expresamos nuestra confianza en su providencia amorosa.
San Marcos refiere el caso de otra viuda pobre pero generosa. Jesús se encontraba en el templo y observaba como la gente echaba sus monedas en las alcancías. “Muchos ricos daban en abundancia. En esto se acercó una pobre viuda y echó dos moneditas de muy poco valor”. El evangelio establece un contraste entre los ricos y sus cuantiosas limosnas con la viuda pobre que ofrece algo cuantitativamente insignificante, pero con un valor cualitativo muy grande ante Dios. Aunque la gente no presta atención a esa viuda y a su humilde aportación, Jesús sí lo hace. Por eso dice a sus discípulos: “Yo les aseguro que esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobraba; pero ella, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Jesús deja en claro que Dios no juzga con criterios humanos cuantitativos sino cualitativos divinos. A Él no le importa cuánto le podemos ofrecer, sino la actitud generosa que nace del corazón. La viuda se desprende de lo poco que tiene sin argumentar por su condición precaria o buscar justificaciones, incluso legítimas, y decide dar todo lo que tenía para vivir. Ella no pretextó su pobreza para conservar su exiguo patrimonio. Esta viuda y su homóloga de Sarepta pertenecen a los “pobres” a quienes Jesús llama “dichosos”, porque tienen su seguridad sólo en Dios y no en las cosas y porque se atreven a despojarse de lo que tienen para compartirlo, sin escatimar nada.
Dios, quien es la fuente de la generosidad, nos llama a asumirla. Él es el modelo. A tal grado ha llegado su generosidad que no escatimó ni siquiera a su propio Hijo para darnos la salvación. Precisamente la Carta a los Hebreos nos recuerda el sacrificio de Jesús, que se ofreció de una vez y para siempre, a fin de borrar los pecados de todos. Este ofrecimiento que Cristo hizo de sí mismo es sin duda el acto de generosidad más grande e inigualable.
Escuchar la palabra de Dios y celebrar la Eucaristía nos compromete a confiar sólo en la providencia divina y aprender a vivir en caridad generosa hacia nuestros hermanos, sobre todo para con los más necesitados, sin buscar razonamientos o argumentos que muchas veces intentan fallidamente justificar nuestro egoísmo y acallar nuestra conciencia.