En el marco de la oración por la unidad de los cristianos, este domingo está dedicado especialmente a la Palabra de Dios, tal como nos lo ha pedido el Papa Francisco. El libro de Nehemías refiere la lectura solemne de la Ley, en Jerusalén, cuando Israel regresa del destierro. El evangelio narra el episodio en la sinagoga de Nazaret, donde Jesús leyó un pasaje del profeta Isaías que se cumple en él. San Pablo, por su parte, exhorta a la unidad, con la imagen del cuerpo y los miembros.
 
A la vuelta del exilio, el sacerdote Esdras organizó una lectura solemne de la Ley, desde un estrado de madera. Fue una liturgia de la Palabra: se pusieron de pie, se abrió el libro; Esdras bendijo al Señor; respondieron “amén, amén”, levantando las manos; se postraron en tierra; los levitas leyeron en hebreo y explicaron en arameo para que comprendieran. Parece trivial lo narrado por Nehemías, sin embargo, fue muy importante para el pueblo conquistado, destruido y desterrado. Al volver, no tenían donde dar culto a Dios. No obstante, desde el exilio se percataron de que conservaban algo muy importante: la Palabra de Dios, capaz de congregar, animar y fortalecer. Así nacieron las “sinagogas”, en torno a la Palabra.
 
A pesar de no tener templo, la comunidad se reúne en torno a la Palabra divina, que le otorga esperanza. “Esdras leyó desde el amanecer hasta el mediodía”. Y “todo el pueblo estaba atento a la lectura del libro de la Ley”. Nadie se cansa o se aburre. Todos escuchan atentos porque están convencidos que esa Palabra otorga sentido a su vida. La lectura de la Ley provocó conmoción. Los israelitas lloran de alegría y de dolor, porque lo que escuchan los hace conscientes de sus pecados y de la necesidad de arrepentirse. Esdras dice: “No estén tristes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza”. Escuchar la Palabra de Dios es maravilloso. Él mismo se dirige a nosotros. Por eso, al leer la Biblia entramos en contacto personal con la Palabra divina, que nos ilumina y conforta. Pero ese gozo solo es completo si se comparten los bienes con los pobres, como lo pide Esdras.
 
Por su parte, el evangelio nos lleva a la sinagoga de Nazaret donde un en el inicio de su ministerio, Jesús se levanta para leer la Palabra y explicarla. Cuando le entregan el rollo del Profeta Isaías, busca el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para llevar a los pobres la buena nueva… Isaías, unos cinco siglos antes, se refería a un personaje misterioso, sobre el que se habría posado el Espíritu del Señor, para consagrarlo y enviarlo.
 
Cuando Jesús enrolla el volumen y se sienta, todos los presentes en la sinagoga fijan su mirada en él, esperando su comentario, el cual es sencillo pero profundo: “Hoy se cumple esta escritura que acaban de oír”. En efecto, el Espíritu Santo, en el Jordán, consagró a Jesús con la unción espiritual, para que iniciara su misión como Mesías enviado. Así, él explica, actualiza y da plenitud de sentido al pasaje del Profeta.
 
Mientras Nehemías ponen de relieve la fuerza de la Palabra e invita a escucharla con atención, reverencia y compromiso, san Lucas destaca el cumplimiento pleno de esa Palabra salvífica, que tiene lugar en Jesucristo.
 
Hace ya sesenta años, el Concilio Vaticano II subrayó la importancia de la Palabra de Dios: La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Liturgia… Y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y para sus hijos, fortaleza de la fe, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual… «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4,12), «que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados» (Hch 20, 32…) (DV 21)
 
En 2008, el Sínodo de la Palabra enfatizó que “la Palabra del Señor permanece para siempre. Y esa palabra «es el Evangelio que os anunciamos» (1 P 1,25). Esta frase de la Primera carta de san Pedro, que retoma las palabras del profeta Isaías (40,8), nos pone frente al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el don de su palabra. Esta palabra, que permanece para siempre, ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo «se hizo carne» (Jn 1,14). Ésta es la buena noticia. Éste es el anuncio que, a través de los siglos, llega hasta nosotros”.
 
La Palabra de Dios es alimento para nuestra vida y antorcha para nuestros pasos, pero también implica el compromiso, como respuesta de fe hacia el mismo Dios y de caridad hacia nuestros hermanos. La Palabra divina, que ha tenido su cumplimiento pleno en el Verbo eterno de Dios encarnado, da sentido a nuestra existencia, nos congrega como comunidad de fe, para que seamos auténtica Iglesia sinodal y nos conforta en nuestro camino para que busquemos la unidad de todos los creyentes en Cristo y para que seamos genuinos peregrinos de esperanza.
 
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