La muerte de los seres humanos es un acontecimiento relevante. No es simplemente el último paso de un ciclo vital como los demás seres, que nacen, crecen, se reproducen y mueren. El sentido antropológico de la muerte es distinto. Es una “experiencia cumbre”, por su significado tan alto y trascendente. Afecta a la persona que fallece, pero también repercute en otras más, especialmente en los seres queridos. La muerte humana nunca es un hecho estrictamente individual o aislado. Es una realidad que involucra familias, comunidades, pueblos, sociedades.
Para quienes carecen de fe, la muerte es sólo, como muchas veces se dice, el “paso obligado de todos”, el “momento que por fuerza tiene que llegar y del cual nadie se puede escapar”. Esta es ciertamente una visión que podemos definir como “fatalista”, es decir que considera la muerte únicamente como “lo inexorable del destino”, aquello ante lo que no queda sino una pobre e irremediable “resignación”. En esta visión carente de fe, toda realidad humana termina en la tumba, la muerte es una desgracia inevitable de un destino del que no se puede huir y que al final debe concluir en un desenlace trágico y doloroso. Pero ésta no es la visión cristiana. La fe nos da una perspectiva muy distinta, a la luz de la revelación divina.
Los cristianos sólo podemos entender el misterio de la muerte a la luz de la fe en Jesucristo, Resurrección y Vida. Creemos que con él ha llegado el reinado de Dios, esperado y anunciado en las profecías. Por tanto, el sentido auténtico y genuino de la muerte y la vida se esclarece sobre todo desde la luz pascual de Jesucristo muerto y resucitado. Su muerte en la cruz representó el sacrificio expiatorio, ofrecido por los pecados de los hombres, según designio de Dios, para dar sentido a nuestra propia vida y muerte. Cristo en la cruz nos hace comprender el infinito amor del Padre, que no escatimó a su propio Hijo para liberarnos del pecado y de la muerte, entendida ésta como la gran tragedia humana acarreada por el pecado. Aunque es poco lo que alcanzamos a comprender, sí podemos es contemplar el misterio de Dios y de su infinito amor por nosotros. El sufrimiento y la muerte se esclarecen y cobran sentido en el Hijo que entregó su vida por “rescatar al esclavo” (pregón pascual).
Los evangelios narran de manera muy escueta el acontecimiento que sustenta toda nuestra fe y nuestra esperanza, la resurrección del Señor. Hablan de un “amanecer”, el del primer día de la semana. Por tanto, no se trata de un amanecer cualquiera, es la alborada de una época nueva que comienza, porque la resurrección del Señor hace que termine una era de oscuridad, pecado y muerte, para dar paso a una era de luz, gracia y vida. Es el “primer día de la semana” porque de aquí en adelante comienza una nueva época y una nueva creación. El anuncio del ángel a las mujeres es claro y contundente: “Ustedes no teman, pues sé que buscan a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como había dicho…” (Mt 28,5-6).
Por tanto, para los creyentes en Jesús, celebrar el día de los fieles difuntos tiene ante todo el sentido de celebración de la vida, la que nos ha otorgado nuestro Mesías muerto y resucitado.
Por eso también la liturgia ha querido celebrar este día inmediatamente después de la solemnidad de Todos los Santos. Los que mueren en Cristo, van al encuentro del Padre para participar de la Pascua eterna que celebra el Dios de la vida con sus santos y elegidos. Los fieles difuntos, es decir, los creyentes en Cristo, al llegar al fina de su vida terrena, son llamado a participar de esa misma Pascua Eterna.
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