El Señor nos invita a asumir nuestra fe con firmeza, a vivirla con coherencia y testimoniarla con firme convicción. Este es un enorme desafío que no podemos eludir o ignorar. Nuestra sociedad, cada vez más alejada de Dios, exige testimonios auténticos y congruentes de quienes nos declaramos creyentes. Es imprescindible nuestra opción fundamental para creer sin tibiezas ni titubeos.
La Palabra de Dios nos llama a hacer dicha opción. El sabio, de quien habla el “Libro de la Sabiduría” (el último escrito de todo el Antiguo Testamento), testimonia su firme decisión: “Rogué y me fue dada la prudencia, supliqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La he preferido a los cetros y a los tronos, y al lado de la sabiduría he tenido en nada a la riqueza”. Esta petición evoca la que hizo el joven rey Salomón cuando pidió sabiduría para gobernar a su pueblo. La prefirió por encima de las riquezas o la victoria sobre sus enemigos. En pocas palabras, hizo una opción fundamental. Y por pedir la sabiduría, el Señor compensó a Salomón con muchos otros bienes que no había pedido. Este pasaje bíblico de hoy plantea preguntas muy serias para nosotros: ¿cuál es el valor mayor para mí, el que ocupa el centro de mi atención y es motivo de mis preocupaciones?
El evangelio presenta una situación muy semejante, cuando Jesús va de camino y alguien se le acerca. San Marcos señala que esta persona llegó corriendo. Tenía prisa. Le urgía una respuesta a su pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para tener la vida eterna?” El hombre parece honesto. Llama “Maestro bueno” a Jesús. Nunca se dice que se acercó a él para ponerle una trampa, ni que el llamarle bueno fuera por falsedad. La pregunta es válida y hasta loable, pues quiere alcanzar la vida eterna. Ha cumplido los mandamientos de la Ley de Dios desde muy joven, lo que parece indicar también que pertenece a una familia piadosa.
San Marcos apunta que Jesús “lo miró con amor”, pues se trata de un buen hombre, pero al mismo tiempo alguien que necesita tomar una decisión más firme. La mirada de Jesús es de aprobación, pero aún no es su discípulo. Necesita lograr el nivel del genuino seguidor de Jesús: “Sólo una cosa te falta, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, después ven y sígueme”.
“Sólo una cosa le faltaba”, la decisiva: subordinar todo ante la llamada del Señor para seguirlo. Sus bienes le daban confianza. Aunque se dice que éstos eran “muchos”, en realidad, por las condiciones sociopolíticas de ese tiempo, los judíos no podían acumular demasiada riqueza. Los conquistadores romanos eran los que la monopolizaban. Los subordinados tenían que conformarse con poco. Sin embargo, es precisamente aquí donde radica lo más lamentable. Ese judío, aún sin riquezas excesivas, consideró lo que tenía como algo absoluto y su seguridad. Sus bienes, en el grado más alto de su escala de valores, eran el centro de su vida. Por eso cuando el Jesús le pide deshacerse de ellos, él se “alejó muy triste”.
Dios no mide la riqueza o la pobreza sólo por cantidades, sino por actitudes. Es lamentable que, a pesar de tener pocas posesiones, el apego a ellas impida seguir a Jesús. El Evangelio advierte con fuerza el peligro de tal apego: Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios. Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a los ricos entrar en el Reino de Dios.
Es verdad que entre más riqueza se posea, mayor es el peligro de apego y es más difícil renunciar a ella, sin embargo, el evangelio no está dirigido sólo a los más opulentos. Todos estamos en riesgo de ser incapaces de renunciar a los bienes para seguir a Jesús. A pesar de no ser ricos en cantidad, el peligro son las actitudes. Hay pobres materialmente, que viven maldiciendo su condición y hasta odian a los ricos. Ellos no son los pobres a quienes Jesús llama “dichosos”, sino los que con sabiduría dimensionan el justo valor de las cosas, las usan correctamente sin apegos, descubren la condición pasajera y efímera de los bienes y saben compartirlos.
Esta es la interpelación que nos hace hoy la Palabra de Dios. Esta “Palabra viva y eficaz, más cortante que una espada de doble filo, que penetra hasta lo más profundo”, como nos dice la Carta a los Hebreos. Es la Palabra decisiva a la hora de discernir con el corazón, la que anuncia y actúa la salvación es la que hemos proclamado y celebramos en esta Eucaristía.
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