Esta tarde de Jueves Santo iniciamos la celebración del Triduo Pascual, los misterios centrales de nuestra fe cristiana, la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Agradecemos al Padre que, por su infinita misericordia, quiso redimirnos por medio de su propio Hijo.
“¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”, hemos cantado el salmista. No podemos pagar al Señor, ni corresponder al precio tan alto de la sangre preciosa de nuestro Redentor. Nos toca solo agradecer dones. “Levantar el cáliz de salvación e invocar su nombre” es el gesto de gratitud.
Porque “a los ojos del Señor es muy penoso que mueran sus amigos”, Él quiso liberar a los esclavos del pecado, intercambiando la muerte que merecíamos, por la de su Hijo amado. Entregar al hijo para rescatar al esclavo parece absurdo. Pero la lógica de Dios otra. Él prefirió pagar así nuestro rescate. Y el Hijo, obediente al Padre, no escatimó su vida, pues “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Es por eso que “ofrecemos con gratitud un sacrificio e invocamos su nombre”.
Tres aspectos fundamentales celebramos este Jueves Santo: la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y el mandamiento del amor fraterno.
I. La institución de la Eucaristía
“La noche en que fue entregado”, cenando por última vez con sus apóstoles, Jesús hizo ofrenda de sí mismo. Esta Cena, en la víspera de su pasión, se convierte en el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de todos. En ella, se ofrece a sí mismo y se da como alimento para la vida. “Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por ustedes” y “esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada para remisión de los pecados”, lejos de ser fórmulas mágicas, son las palabras que expresan la voluntad de Jesús de entregarse de una vez y para siempre en ofrenda inagotable. Por eso cada vez que celebramos ese “memorial”, lo actualizamos y él nos alimenta con el “Pan de la Vida” y el “Cáliz de la Salvación”.
Inicia la nueva Pascua. No es ya la del pueblo hebreo al salir del cautiverio egipcio. Es la Pascua que nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte. Es la Alianza nueva, que ya no se sella con la sangre de “un cordero, animal sin defecto, macho de un año”, que solo intentaba “cubrir” los pecados, sino que se sella con la sangre del genuino “Cordero de Dios” que sí quita el pecado del mundo y rescata para siempre de toda esclavitud.
El don del cuerpo y la sangre de Cristo en la última cena se convierte en el signo de su presencia salvadora oblativa y perpetua, que desborda toda frontera de tiempo y espacio. Cada vez que la comunidad se reúne para celebrar la Eucaristía, el mismo Cristo está allí presente, para ofrecerse y alimentar con el Pan de la Vida y el Cáliz de la Salvación a su Iglesia.
Pero también, al celebrar la Eucaristía, adquirimos un gran compromiso. Al comer su cuerpo y beber su sangre y hacer memorial del Cristo que muere y resucita, nos comprometemos ante el sufrimiento y el dolor de los que padecen a causa de la injusticia, de la guerra, de la violencia, del crimen… y nos comprometemos a compartir nuestro pan con el hambriento.
II. La institución del sacerdocio
Jesús quiso incluir a los apóstoles en su propia ofrenda y les pide perpetuarla a través del tiempo (Lc 22, 19). Por eso, él quiso constituirlos en sacerdotes de la Nueva Alianza y los “consagró en la verdad” (cf. Jn 17, 19). Los sacerdotes, ministros del Señor, han sido instituidos para perpetuar, “in persona Christi” el memorial de la última Cena y conducir solícitamente a su pueblo, a ejemplo del Buen Pastor que entregó la vida por sus ovejas.
Las personas consagradas por el sacramento del Orden Sacerdotal no son solo líderes sociales, figuras públicas con un estamento privilegiado, tampoco son operadores de rituales formalistas vacíos o simples funcionarios de lo sagrado. Los sacerdotes ministros básicamente son pastores y testigos de lo que celebran y presiden en nombre de Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de su Iglesia.
II. el mandato del amor fraterno
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. San Juan en vez de narrar la institución de la Eucaristía, presenta una escena muy elocuente: En el transcurso de la cena.., consciente de que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies a sus discípulos… El Maestro y Señor, como siervo lava los pies a sus discípulos, en un gesto inusitado de humildad, caridad y servicio.
Ese gesto de Jesús inaugura algo nuevo, que él explica: ¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor y dicen bien porque lo soy. Pues si yo que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan.
Lavar los pies, los unos a los otros, evoca el servicio fraterno, la caridad y misericordia para con el hermano. Es también un signo profético, de los que hoy más que nunca necesita nuestro mundo, que ha trastocado e invertido los valores y ensalza el poder y el dominio de unos sobre otros. El servicio en caridad es el signo más elocuente de los discípulos de Jesús. El gesto de Jesús al lavar los pies a sus discípulos interpela la sensibilidad ante las necesidades de los hermanos, para seguir la enseñanza de nuestro Maestro y Señor.
Lavar los pies a los hermanos, significa reconocerlos y respetarlos, ser solidarios, especialmente con los más débiles y necesitados. Es defender sus derechos elementales y su dignidad de seres humanos. También implica no abandonar en el error al que vive en el engaño o desorientado, bajo el pretexto de que cada quien puede hacer con su vida lo que quiera, en un pacifismo cómodo y barato. En fin, lavar los pies de nuestros hermanos significa ser redentores con Cristo, servidores en la caridad y portadores de misericordia.
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