Celebramos la Epifanía del Señor. “Epifanía” viene de la lengua griega y significa “manifestación”. Se trata de la manifestación de Jesús como Mesías y Salvador a todas las personas de cualquier tiempo y lugar, sin importar procedencia, origen, condición, raza o color. Anuncia y perfila ya la “catolicidad” de la Iglesia.
San Mateo, que escribe su evangelio cerca del año 80 d.C., narra algo insólito e impactante para su comunidad cristiana, cuya mayoría procedía del judaísmo: “Después del nacimiento de Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarlo”. Es extraño que unos paganos (llamados en griego magoi, “magos”, pero que nada tiene que ver con la magia, como hoy se entiende) sean los primeros en reconocer y adorar a Jesús. Esos sabios, dedicados a observar la naturaleza y fenómenos extraordinarios, llegan a Jerusalén, preguntando por el “Rey de los judíos” que ha nacido y cuya estrella han visto en el Oriente.
Pero lo más relevante es la intención de los sabios orientales: “hemos venido a adorarlo”. San Mateo usa el término griego proskynéõ, cuyo significado literal es “caer de rodillas con el rostro en la tierra”. Por tanto, ellos buscan a alguien divino, digno de adoración.
Judea era un pequeño reino dependiente del Imperio romano, que concedía a sus subordinados cierta autonomía (lo que hoy se llama “usos y costumbres”). El título de “rey” que poseía Herodes estaba limitado a cuestiones poco trascendentes. Los asuntos más relevantes eran reservados al legado del Emperador. Por eso resulta impactante que los sabios del Oriente vengan a postrarse ante el niño recién nacido de un insignificante reino, para adorarlo y ofrecerle sus dones.
El hecho de que los primeros que reconocen y adoran al Mesías no sean judíos, sino paganos, constituye un fuerte reproche al pueblo de Israel, que se niega a reconocer a su Mesías y Salvador. Más aún, Herodes, quien detentaba el título de rey de Judea, es el primero en oponerse al Mesías. Al enterarse del hecho, quedó desconcertado, se alarmó y contagió a toda Jerusalén. Sin embargo, al mismo tiempo, incierto y confuso, entendió que algo muy importante y trascendente estaba ocurriendo. Por eso convocó a los sacerdotes y escribas para preguntarles “acerca del lugar donde tenía que nacer el Mesías”.
Herodes no era propiamente judío, sino de la región de Ideumea. Él sabía bien que tenía el cargo gracias a los servilismos de su padre Antípatro a los romanos, durante y después de la conquista de Judea, que era un usurpador y temía ser depuesto. Si un rey judío estaba por venir, podría acarrearle serios problemas. Por eso “llamó en secreto a los sabios e investigó con exactitud el tiempo de la aparición de la estrella. Y, enviándolos a Belén, les ordenó: “Vayan y averigüen con cuidado sobre ese niño y cuando lo encuentren, avísenme, para que yo también vaya a adorarlo”. El usurpador temeroso creyó actuar con astucia al pedir que los sabios orientales buscaran al recién nacido, y así acabar pronto con el supuesto peligro que le representaba. Sin embargo, puso en evidencia su cobardía y oposición al plan de Dios.
Cuando la estrella apareció de nuevo, guió a los sabios “hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño”. Al ver la estrella “se llenaron de inmensa alegría”. Se trata del gozo de los buscadores honestos de la verdad, de los que aún sin comprender del todo, participan de la alegría de la salvación. Es la gran alegría de las personas que encuentran la verdad, aún sin conocer las profecías, ni el camino preparado en el Antiguo Testamento. Ellos con esperanza y buena voluntad buscaban a Dios por caminos que no parecían seguros. Es el gozo de los hombres que no se amedrentan ni merman en su búsqueda, sino que a pesar de las adversidades siguen adelante, porque saben que esa búsqueda vale la pena.
La Epifanía evidencia que la salvación de Dios no es prerrogativa de algunos, sino que está abierta a todos los que la acepten, sin exclusión ni distinción. Se cumple así el oráculo de Isaías. Los del Oriente se vuelcan a donde Dios manifiesta su salvación. Llegan “los de Madián y Efá y todos los de Sabá, trayendo incienso y oro…” También san Pablo recuerda que “por el Evangelio también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo”. La Epifanía es, por tanto, la fiesta de la universalidad de la salvación.
Pero la Epifanía es también reproche y advertencia. Es reproche para la comunidad de san Mateo, cuyos miembros procedían ante todo del judaísmo, porque ven cómo los paganos son los primeros en adorar a Jesús. Es advertencia para nosotros cristianos de hoy, para no “dormirnos en nuestros laureles”, pensando que por realizar algunas prácticas religiosas ya tenemos asegurada la salvación. La Epifanía nos hace ver que si no creemos realmente en Jesús y no actuamos en consecuencia con nuestra fe, como genuinos peregrinos de esperanza, podremos quedar privados de la alegría de la salvación. En cambio, quienes sin un conocimiento de la fe, pero que buscan honesta de la verdad podrían participar de esa inmensa alegría de la salvación.
San Mateo señala que los sabios después de adorar al niño, abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Estos productos, más allá de cualquier interpretación simbólica, son de los más estimados en el Oriente. Ellos ofrecen a Jesús, lo mejor que tienen. Nosotros, que hemos creído en él como nuestro Mesías y Salvador, que escuchamos su Palabra y lo celebramos la Eucaristía, ¿en verdad le ofrecemos lo mejor de nuestra vida, de nuestra persona, de nuestro tiempo o de nuestras posesiones?