Cada día vivimos situaciones tristes, dolorosas y lacerantes, luchas por ambición de riqueza y poder, que provocan dolor y llanto. ¿Qué hay en el corazón de quien lastima, de quien daña o asesina? ¿Por qué tantos males, que flagelan y destruyen la humanidad? ¿Estamos destinados a permanecer en la tenebrosa oquedad de la barbarie y el sinsentido?
En todos los tiempos se ha buscado respuesta a esas interrogantes. Se ha querido encontrar el origen del mal, de la enfermedad y de la muerte (cf. GS 10). Los primeros capítulos del libro del Génesis nos conducen por los caminos de la creación del universo y del ser humano, de su dignidad como imagen de Dios y de su misión de cuidar todo lo creado; pero, también nos hacen descubrir la deplorable realidad del dolor provocado por el pecado. El hombre y la mujer, pensados por Dios como plenitud de la creación, llamados a vivir en el amor, como si fueran una sola persona, y a regir y continuar con la obra de la creación, pronto se vieron “desnudos y avergonzados”.
El Génesis no pretende ofrecer datos históricos, sino señalar el origen y la ruta de la que se extravió el ser humano. Éste decidió romper con su Creador para erigirse, con pretendida y falsa autonomía, en dueño de todo. No respetó la creación, sino que se apoderó de ella y e intentó manipularla. Se fracturó la relación misma de la pareja, pues el pecado es ruptura de la armonía con Dios, con los demás, consigo mismo y con la creación entera, generando división, caos y destrucción.
Al olvidar su condición de creatura, el ser humano pretendió constituirse en centro de todo, pero perdió su sentido original y se convirtió en esclavo del mal y en enemigo de Dios, por eso intentó esconderse de Él. Las consecuencias del pecado son: desnudez y penurias, pero ante todo separación del único que puede dar sentido a la vida, el Señor.
Jesús vino a liberar de la opresión del pecado, pero lo acusaron de estar poseído por Satanás. Ni los mismos de su casa lo comprendieron y lo trataron de “loco”. Les parecía locura reconstruir la imagen de Dios, originalmente puesta en el corazón humano; les parecía locura romper las cadenas que esclavizan a la humanidad; parecía y parece escandaloso que Jesús trascienda los lazos familiares para recuperar el original sentido de la familia. Los miembros mismos de su casa llaman “loco” a Jesús y quieren atarlo a miopes tradiciones y ciegas leyes esclavizantes.
Es imposible ignorar la maldad, pero hay que entenderla como consecuencia de la desviación y del rechazo al plan que Dios tuvo para la humanidad desde sus inicios. Injusticia, destrucción y violencia parten del desorden interior de un ser humano dividido. Muchas situaciones lamentables e inhumanas evidencian la presencia del mal y en el mundo, como la afanosa búsqueda de poder y tener, que sólo heredan orfandad y vacío y provocan rupturas y divisiones en la familia y en la sociedad.
Éstos son los auténticos campos de actuación del Demonio, y no tanto las pretendidas “posesiones diabólicas” u otras influencias malignas, productos de la ficción y objetos de la explotación mediática. El Demonio busca urdir el mal y generar pecado. Nada gana con infundir terror, pero mucho logra apartándonos de Dios y destruyendo la belleza del amor divino en nosotros.
El máximo pecado, el mayor e “imperdonable” es aquel contra el Espíritu Santo, que consiste básicamente en la oposición abierta y frontal al Espíritu de Dios, inhibiendo y neutralizando su acción. Es el rechazo abierto al Espíritu de la verdad, de la vida, de la santidad y de la gracia, para optar por el mal, contra Dios y su Reino. Es “imperdonable” no porque Dios no lo pueda o quiera perdonar, sino porque el pecador, por su necedad y tenaz oposición al Espíritu, no se deja perdonar. Es la opción necia y obcecada por el mal y por el pecado.
El mal puede ser remediado sanando el corazón y abriéndose a la acción del Espíritu Santo. Jesús ha venido a sanar esas heridas profundas, pero necesitamos dejar que él nos reestablezca y reconstruya nuestras relaciones interpersonales tan dañadas, pues como dice san Pablo, entonces, “aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día”.
Un espacio privilegiado para la acción del Espíritu Santo es la familia, que engendra vida, educa y produce armonía y equilibrio en la persona. Aunque pareciera que Jesús rechaza a su madre y a sus familiares, sin embargo, su respuesta nos hace descubrir que se requiere algo más que vínculos de sangre para ser genuina familia: “El que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Ser familia en la visión de Jesús requiere adoptar, asumir y vivir la voluntad divina.
Asumir nuestro ser de hijos del Padre significa ver a Cristo como el hermano que abre nuestros horizontes para hacernos descubrir la amplitud de la fraternidad, como nos recuerda el Papa Francisco en la exhortación “Fratelli tutti”. La fraternidad se ensancha para acoger a todos los que cumplen la voluntad del Padre.
Por la acción del Espíritu de la unidad y fortalecidos con la Palabra y la Eucaristía, reconstruyamos y renovemos nuestras familias y abriéndolas más allá de los vínculos de la sangre. Así podremos reconstruir el proyecto original de Dios para toda la humanidad, aquí y ahora y para siempre, “porque sabemos que, si se destruye esta morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos”.
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