Escuchamos un pasaje del libro de la “Sabiduría”, posiblemente el último escrito del Antiguo Testamento. Entre los siglos II y I antes de Cristo, en la próspera ciudad de Alejandría, Egipto, una pequeña comunidad judía estaba tentada a sentirse acomplejada frente al ambiente erudito de la ciudad que contaba con la biblioteca más grande de la antigüedad. El libro de la Sabiduría se propone demostrar que la verdadera sabiduría viene de Dios y que ésta supera con mucho al conocimiento humano. El creyente, lejos de acomplejarse se debe sentir afortunado de tener acceso a la sabiduría divina.
 
El libro de la Sabiduría empieza con una doble pregunta, con tono un tanto irónico: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios? ¿Quién es el que puede saber lo que el Señor tiene dispuesto?” Evidencia los límites del saber humano frente a la sabiduría infinita de Dios y la dificultad e incapacidad para conocer realmente la voluntad divina. Y añade: “Los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse…”.
 
El mismo Dios había dicho, por medio de Isaías: “Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes” (Is 55,8). La distancia entre nuestros pensamientos y los de Dios es infinita. Aunque la inteligencia humana es maravillosa y nunca podrá ser reemplazada por la inteligencia artificial, sin embargo ella es limitada y pequeña frente a la magnificencia divina. La mente más brillante jamás se podrá comparar con la inteligencia y sabiduría de Dios.
 
El creyente reconoce que la capacidad para entender sólo viene de Dios, por eso suplica: “¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das la sabiduría, enviando tu santo espíritu desde lo alto? Y concluye: “Solo con esa sabiduría lograron los hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada…”.
 
El libro de la Sabiduría aclara que no se puede alcanzar la salvación por medio de razonamientos discursivos humanos, por muy eruditos y sofisticados que parezcan, sino que es necesario conocer la voluntad de Dios. Para esto se requiere la sabiduría que viene del Él mismo.
 
Así también, para entender el Evangelio es preciso pensar de manera superior a la ordinaria. Pareciera que la exigencia de Jesús es excesiva e imposible de llevar a cabo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”. Da la impresión de que el Señor se extralimita en exigencias injustas y hasta inhumanas. Sin embargo no es así. No se trata de rechazar a la familia, a la que espontáneamente amamos.
 
Salvo casos anormales o patológicos, los padres aman a sus hijos y éstos, en reciprocidad, aman a sus padres. En general, todos amamos a los nuestros. Por tanto, Jesús no pide que nos privemos del afecto familiar, sino que lo hagamos con una sabiduría más perfecta y plena que la puramente humana. Él quiere que nuestra capacidad de amar se abra y extienda, pero sobre todo que se perfeccione, de modo que sea más grande a la que profesamos espontáneamente a nuestros seres queridos. Se trata de un amor más sublime, que no depende sólo de emociones y afectos pasajeros, sino de decisiones y de opciones que definen nuestro ser de creyentes.
 
Nuestros afectos naturales con frecuencia no son del todo generosos. Suelen buscar satisfacciones personales que fácilmente se contaminan de egoísmos e intereses mezquinos. En cambio, lo que Jesús nos pide es que nuestros afectos se abran sin estorbo alguno al amor divino, puro y perfecto. Este amor genera en nuestros corazones actitudes nuevas, impregnadas de ese amor de Dios, de las cuales puede gozar nuestra propia familia: padres, hermanos, hermanas, cónyuge, hijos…
 
Dicho de otro modo, el Señor nos invita a buscar la sabiduría que nos enseñe a amar no sólo desde el impuso espontáneo, sino desde el amor generoso divino, como el propio Jesús, quien se entregó en la cruz. Se ofreció por nosotros con amor oblativo, incondicional e infinito.
 
En esa misma perspectiva, san Pablo invita a Filemón para que reciba al esclavo que huyó de él y se refugió con el Apóstol. Le pide recibir a Onésimo pero ya no como esclavo, aunque le asista el legítimo derecho, sino como hermano amadísimo. Así Filemón tiene la oportunidad de algo mejor: abrirse a la sabiduría de Dios, superando sus propios intereses. Con esta sabiduría podremos subordinar nuestros derechos, aunque sean legítimos, como defender posesiones, espacios o intereses personales. También podremos redimensionar el amor a la propia familia. Cristo es la “Sabiduría de Dios” (cf. 1 Cor 1,24) y él nos la trasmite y alimenta con su Palabra y Eucaristía.
 
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