La concesión del Deuteronomio tiene como raíz la “dureza del corazón” de Israel. Es la obstinación del pueblo pertinaz que no quiere escuchar ni obedecer a su Dios.
La Palabra de Dios este domingo se enfoca al matrimonio y a la familia, espacios privilegiados para el cultivo de altos valores humanos y espirituales, santuarios de la humanidad donde se genera y desarrolla la vida. El libro del Génesis y el evangelio de san Marcos se refieren al proyecto que Dios tuvo desde el principio de la humanidad.
El Génesis enuncia así el proyecto divino: Dijo Dios: no es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada… Entonces el Señor hizo caer al hombre en un profundo sueño y, mientras dormía, le sacó una costilla… De la costilla que la había sacado, el Señor Dios formó una mujer… Así culmina el más antiguo relato de la creación (“yahvista”). La mujer no es sacada de la tierra, sino del cuerpo del varón. La palabra hebrea tsela’ usada por el texto sagrado puede designar la “costilla”, el “costado” o el “flanco” o “lado completo” del hombre (su “otra mitad”).
La imagen expresa sobre todo la ayuda y adecuada complementariedad. El Génesis explica así el misterio de la unión entre hombre y mujer y la unidad perfecta que acontece en el amor entre ellos. El sueño profundo de Adán más que anestesia quirúrgica, remite a la experiencia de Abraham, quien según Gn 15, después de un profundo sueño, “cortó por la mitad” una vaca, una cabra y un carnero de tres años, colocó una mitad de cada lado, una frente a la otra, para establecer una alianza con Dios. En el sueño de Adán, él mismo es “cortado a la mitad” y Dios le revela a la mujer como su otra mitad, su igual, trazando la imagen de la “alianza matrimonial”.
Sin embargo, el judaísmo, basado en Dt 24,1-4, aceptaba el repudio si se descubría en la mujer “algo vergonzoso”, y admitía el divorcio. En tiempos de Jesús dos escuelas discutían sobre los motivos de la separación. Mientras la de rabí Hillel aceptaba varias causas, incluso fútiles, que consideraba atentados a la moral, la escuela del maestro Shammai, en cambio, sólo aceptaba el adulterio como único motivo de divorcio.
De cualquier modo, el divorcio era algo muy desafortunado para la mujer y para el proyecto de Dios acerca del matrimonio y la familia. Muy lamentable era la situación por esas interpretaciones, pero Jesús no se deja atrapar por legalismos tramposos. Precisa que aquella “concesión” de Moisés, la cual era interpretada como un logro o benevolencia, en realidad constituía un terrible testimonio contra quienes se mostraban incapaces de vivir el amor entre hombre y mujer, como Dios en la alianza con su pueblo. Esa actitud negativa se denomina en griego: “sklerokardía” (“kardía”: corazón; “sclerosis”: “dureza”), “dureza del corazón”.
La concesión del Deuteronomio tiene como raíz la “dureza del corazón” de Israel. Es la obstinación del pueblo pertinaz que no quiere escuchar ni obedecer a su Dios, como denuncia Sal 81,12-13: Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer, por eso los abandoné en la dureza de su corazón, para que caminaran según sus propios designios. También profetas, como Jeremías (3,17; 7,24), hablan de la “dureza del corazón perverso” y exhorta a los israelitas a volverse a Dios.
Dt 24 se inscribe en un contexto de terrible obstinación, ante la que Moisés se ve forzado a introducir una cláusula en la ley, que contraviene el proyecto original del Creador, desde el inicio de la humanidad, queriendo evitar males mayores, como la injusticia y arbitrariedad de hombres cegados por el egoísmo. La pretendida “conquista” de la que se jactaban algunos, ya en tiempos de Moisés, por esa concesión, no era sino resultado de la obstinación para no seguir el proyecto original de Dios. Era la dureza del corazón de un pueblo obstinado y cerrado a los designios divinos.
Es precisamente la “dureza del corazón humano”, la que genera intereses mezquinos que sigue amenazando y destruyendo el proyecto de Dios. Es la “dureza del corazón” de una sociedad ciega que esgrime argumentos de pretendida libertad y autodeterminación, pero que encierran ideologías materialistas y hedonistas. Es por esa dureza que se atenta contra los valores sagrados del matrimonio, la familia y la vida, argumentando que se trata de “conquistas” de libertad.
Hay “dureza de corazón” en parejas que, bajo pretexto de vivir mejor, se dejan llevar por egoísmos que cierran espacio a la procreación. Hay “dureza de corazón” en quienes, imbuidos de la cultura del “usar y tirar”, no asumen compromisos duraderos y prefieren vivir en unión libre o miran la separación como la solución fácil de los problemas. Hay “dureza del corazón” de medios de comunicación que, por intereses económicos, sin escrúpulos destruyen valores esenciales. Hay “dureza del corazón” en los que generan confusión, llamando “matrimonio” a uniones antinaturales…
Gobernantes y legisladores padecen sklerokardía cuando no les importa el valor sagrado de la vida y promueven o aprueban leyes que la destruyen, propiciando que corra sangre inocente, que clama al cielo, y llaman “interrupción legal del embarazo” a crímenes de indefensos. Más aún, llaman “conquista” y “ejercicio de derechos” a las expresiones de una sociedad decadente y enferma, generadora de una cultura de muerte. Pero también, hay dureza del corazón en tantos cristianos pasivos o apáticos ante el deterioro del tejido social y la destrucción de las familias. Padecemos sklerokardía cuando no somos capaces de testimoniar las enseñanzas de Jesús y expresar con firmeza nuestras convicciones.
Jesús supera todo legalismo, para reencontrar el proyecto original de Dios desde el inicio de la humanidad. El punto crucial va más allá de la legitimidad o no de un “libelo de repudio”. Es la proclamación gozosa del amor. Con su encarnación, el Verbo se ha desposado con nuestra humanidad en una alianza irrevocable de amor. A sus discípulos, alimentados con su Palabra y Eucaristía, como Iglesia sinodal en misión nos toca, testimoniar esta verdad, en adhesión total a Dios y a su original proyecto de salvación, navegando contra corriente, en medio de procelosas aguas que amenazan con destruir valores fundamentales, como el matrimonio, la familia y la vida.
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