Este domingo dedicado especialmente a orar por las misiones nos invita también a comprometernos a colaborar para que el mensaje de salvación de Jesucristo llegue a todos los ámbitos del mundo. Así podremos todos llegar a “cantar la grandeza del Señor”, como nos invita el salmo 95.
 
 
Dios quiere que todos lo reconozcamos. No es imposible. Ciro, el rey pagano de Persia, es llamado “ungido del Señor”, como si fuera uno de los reyes israelitas. Y es descrito con expresiones que se aplican al mismo Israel y al servidor del Señor. Ese rey pagano llegó a ser el instrumento de salvación del designio universal que el Dios único y creador tuviera lugar en favor de su pueblo.
 
 
Los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, concluyen sus relatos de modo muy significativo y elocuente: Jesús resucitado envía a sus apóstoles para que anuncien el Evangelio a todas las personas. Mientras Marcos enumera las señales, Lucas dice que esta misión estará asistida por el Espíritu Santo y Mateo afirma la asistencia permanente del Señor resucitado. Los tres aluden a la voluntad de Dios, para llevar su proyecto de salvación a todas las personas, sin excepción. Por tanto, todos somos destinatarios de la salvación que gratuitamente el Padre ofrece en su Hijo, Redentor de la entera humanidad. Esto es precisamente lo que hoy recordamos al celebrar el Domingo Mundial de las Misiones.
 
 
La invitación es gratuita y sin exclusiones. Sin embargo es necesario aceptarla con una opción libre, firme e inquebrantable. No se puede acceder al proyecto de salvación sin una aceptación decidida y un testimonio fehaciente. El pasaje del evangelio que nos presenta san Mateo, en la liturgia dominical, expresa con claridad lo que significa aceptar y asumir el reinado de Dios con todas sus consecuencias.
 
 
San Mateo presenta la pregunta capciosa que los fariseos hacen a Jesús acerca del tributo al Emperador romano, en un ambiente de intensa polémica. El cuestionamiento se ubica en el contexto de tres controversias sobre temas diversos, con importantes grupos en Israel: fariseos (22,15-22), saduceos (22,23-33) y todos ellos a la vez (22,34-39). Los opositores buscan comprometer a Jesús ante las autoridades romanas, y para eso le tienden una trampa: “¿Es lícito o no pagar el tributo al César?”
 
 
Esa pregunta resultaba sumamente comprometedora, pues colocaba a Jesús “entre la espada y la pared”. Una respuesta afirmativa se encontraría con la oposición del Pueblo. La gran mayoría de los judíos rechazaban el pago del impuesto a Roma por considerarlo oneroso, injusto y arbitrario. Pero, al mismo tiempo, una respuesta negativa podría ser motivo suficiente para acusarlo de sedición.
 
 
Jesús no asume una actitud de abierta rebeldía ante el gobierno imperialista del César, ni reclama un gobierno teocrático para el pueblo de Israel, pero sí evidencia la autoridad limitada del emperador romano, frente a la total y absoluta soberanía de Dios.
 
 
Es importante resaltar que la intención de Jesús, en ningún momento, es establecer una “separación” entre dos ámbitos de poder (temporal y espiritual), como frecuente pero erróneamente se interpreta. Jesús, al afirmar que hay que dar “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, no separa, sino que ubica el lugar correcto que tiene cualquier poder humano, temporal, limitado y finito. Coloca ese poder frente al ámbito de la soberanía absoluta, ilimitada e infinita de Dios.
 
 
La enseñanza central de Jesús es que mientras los derechos del César tienen límites, los de Dios de ninguna manera los tienen. Por eso, sin problema alguno, se puede “restituir” (el verbo en la lengua original no es “dar” sino “devolver”) al César lo que le pertenece: el dinero que tiene grabada su propia efigie y su nombre, la moneda del impuesto.
 
 
Por tanto, lo más importante para Jesús y para nosotros sus discípulos no son los derechos del César, sino los de Dios. La enseñanza del Señor se centra en la soberanía divina que está por encima de cualquier poder humano. Cristo ejerce su señorío sobre toda autoridad y régimen social o político (cf. Flp 2,9-11). El discípulo, con una respuesta decidida y firme, asume la absoluta soberanía de Dios. En esto consiste propiamente su reino o, mejor aún, su reinado. Una opción tal otorga la posibilidad de dimensionar en su justo lugar cualquier poder humano, temporal y limitado, frente al ilimitado, absoluto y definitivo de Dios.
 
 
El reinado de Dios se ha hecho presente en la historia humana a través de su Hijo, que ha venido a proclamarlo y a inaugurarlo, pero también a invitarnos a abrazarlo, mediante la fe. Quien lo acepta, asume la misión de anunciarlo. Por eso el Resucitado envía a sus discípulos. El dinamismo misionero rebasa toda frontera y se abre a todas las naciones de la tierra.
 
 
Por tanto, la misión de anunciar el Evangelio sigue siendo tarea de todos los que creemos en el Señor, llamados a ser sus discípulos y misioneros y portadores gozosos del Evangelio, como nos ha exhortado el Papa Francisco. Así la Buena Nueva de la salvación se irá proclamando y extendiendo por todas partes, desde cada lugar donde haya un bautizado.
 
 
Por tanto, ser misionero o misionera no significa abandonar la propia patria para ir a lugares lejanos. Podemos ejercer la misión en todo lugar y tiempo, allí donde hemos sido puestos por Dios. Lo importante es que seamos anunciadores gozosos del Evangelio, con nuestra palabra y testimonio, alimentados por la Palabra y la Eucaristía.