La fiesta de la Transfiguración del Señor recuerda la escena en que Jesús, en la cima de un monte elevado, apareció revestido de gloria, hablando con Moisés y Elías, en presencia de los tres discípulos que lo acompañan en momentos muy significativos, Pedro, Santiago y Juan. Esta fiesta comenzó a celebrarse desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente, aunque fue hasta el año 1457, cuando el Papa Calixto III la extendió a toda la cristiandad.
Los evangelios, en este caso el de Mateo, narran la escena de la trasfiguración. Un poco antes, en Mt 16,13-20, tiene lugar la profesión de fe de Pedro, quien confiesa a Jesús: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!”. Esta confesión de fe da pie para que Jesús empiece a descubrir a sus discípulos en qué consiste exactamente su condición mesiánica. Los pasajes que siguen contienen instrucciones a los discípulos acerca de la pasión que Jesús está a punto de sufrir. El tema principal, por tanto, es el camino doloroso que el Señor va a recorrer para cumplir lo querido por su Padre, en su plan de salvación. Este camino es para el propio Jesús, pero también para sus discípulos.
El camino doloroso arranca con el primer anuncio de la pasión (cf. Mt 16,21), el cual será reiterado en dos ocasiones más (cf. Mt 17,22; 20,17-19). Incluso Jesús tiene que recriminar a Pedro su falta de comprensión ante ese designio de Dios (cf. Mt 16,21-23) por lo que invita a todos sus discípulos a que lo sigan, renunciando a sí mismos, cargando su cruz.
La transfiguración anuncia que la meta final será la participación en su gloria, pero a la vez concluye con la advertencia acerca de que Jesús va a correr la misma suerte de Juan el Bautista. Frente a tales circunstancias es imprescindible crecer y perseverar en la fe (cf. Mt 17,14-20) y en la libertad de los hijos de Dios (cf. Mt 17,24-27).
San Mateo ubica la transfiguración seis días después de la profesión de fe de Pedro, pero también desde su incomprensión. Entonces “Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos a una montaña alta. Allí, en presencia de ellos, se transfiguró: su rostro empezó a brillar como el sol y su ropa se hizo blanca como la luz”.
El pasaje en el que Jesús aparece rodeado de reconocimiento y gloria está colocado en un lugar muy estratégico de la narración del evangelio: inmediatamente después del primer anuncio de la pasión y de la instrucción de Jesús a sus discípulos acerca de la necesidad de seguirlo por un doloroso camino.
Pedro, Santiago y Juan, los mismos que también acompañarán al Maestro en el momento su agonía en Getsemaní (cf. 26,37), son ahora testigos de la gloria del Mesías, plenitud de la Ley y los Profetas, representados por Moisés y Elías. El trasfondo bíblico es la teofanía o manifestación gloriosa de Dios en el Sinaí (cf. Ex 24,1-18) y la alianza pactada entre Dios y las tribus de Israel liberadas de Egipto.
La transfiguración pone de manifiesto que la meta última y definitiva del camino mesiánico no radica propiamente en el sufrimiento y la muerte. Éstos son necesarios, pero que a su vez abren paso a la salvación y glorificación. De este modo, los discípulos reciben aliento para seguir a Jesús por el mismo camino y con la mirada puesta en esa misma meta.
Una vez más Pedro, quien en realidad representa a todos los discípulos, no vuelve a entender el sentido de lo que sucede. Por eso le dice a Jesús: “¡Señor, qué bien estamos aquí! Si quieres voy a hacer aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Él y sus compañeros no logran entender que no es posible quedarse en “la Montaña Santa”, como la llama la segunda carta que lleva su nombre y que hoy también se proclama. Ellos deben convencerse que no es posible quedarse absortos, contemplando el misterio maravilloso de la transfiguración, sino que es necesario descender para continuar el camino de seguimiento al Señor.
La meta es participar en la gloria de Cristo, pero es preciso compartir su pasión. No pueden permanecer en el monte de la transfiguración porque Jesús antes tiene que subir al monte De los Olivos y sobre todo al Calvario.
San Mateo indica que todavía estaba hablando Pedro, cuando una nube luminosa los cubrió y una voz que venía de la nube dijo: “Éste es mi Hijo amado en quien me complazco. ¡Escúchenlo!”. Es la voz del Padre, que llama a escuchar, es decir atender, obedecer y seguir a su Hijo amado, hacia la meta final de la glorificación, a través del camino de la cruz, es decir, por el sendero del amor entrega oblativa de uno mismo.
En medio del panorama sombrío que se dibuja con el anuncio de la pasión y de la muerte, la transfiguración, que anticipa la glorificación, viene a dar el sentido exacto al mesianismo de Jesús, cumpliendo y dando plenitud a la profecía de Daniel. El Señor no quiere que caigamos en desánimo o en desesperanza. Por el contrario, nos invita a seguir adelante en nuestro camino de discípulos misioneros. No podemos dejarnos abatir por ningún escenario, por más oscuro que parezca. Él camina con nosotros y nunca nos abandona. Su Palabra y Eucaristía son alimento en nuestro camino.
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