Con el Domingo de Ramos iniciamos la Semana Santa. Acompañamos a Jesús tanto en su entrada mesiánica triunfal en Jerusalén, como también en el camino hacia su pasión, muerte y resurrección. Ambos momentos, de dolor y gloria, se encuentran y confluyen en la misma celebración. La entrada victoriosa expresa el reconocimiento que merece Jesús por ser el Mesías de Dios. Pero no se trata de un triunfalismo barato, pasajero y efímero. Al contrario, esa entrada expresa el más profundo reconocimiento desde el corazón creyente a quien es el Hijo de Dios.
 
La celebración de este domingo nos invita a contemplar y a comprender el genuino mesianismo del Hijo de Dios, rechazado y humillado. Él es el Soberano que no reina desde un trono de oro o marfil, sino desde la cruz, expresión paradójica de humillación, pero también de quien es levantado en lo alto. La cruz es signo de ignominia y de victoria a la vez.
 
El Domingo de Ramos posee dos significados en apariencia contrapuestos, pero que se encuentran, se unen y complementan: la entrada triunfal es al mismo tiempo el inicio del camino hacia la cruz. Las aclamaciones al “Hijo de David” son también gritos que encaminan hacia la muerte del Hijo de Dios encarnado. Triunfo e ignominia, aclamaciones e insultos, apoteósica entrada y vejaciones se funden en la única realidad del mesianismo de Jesús. Este es el mensaje del Domingo de Ramos. El relato de la pasión del Señor que nos ofrece san Lucas no es sólo una serie de simples datos informativos. Es una proclamación de fe, para ser escuchada con esa misma actitud creyente, para ser reflexionada y sobre todo para ser vivida y testimoniada.
 
En el tercer cántico del Siervo de Yahvé, en Isaías, se asoma un hombre sabio y discípulo a la vez, encargado de enseñar a los que honran y respetan a Dios, pero también a los extraviados. Gracias a su valentía y a la ayuda divina, él soporta toda clase de humillaciones, hasta que Dios le otorgue el triunfo definitivo.
 
Hemos orado con las palabras del salmo 21, que el mismo Jesús pronunció en la cruz: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Lejos de ser un grito impotente y desesperanzado, es la súplica del indefenso que confía sólo en Dios, su único Salvador. Jesús en la cruz, hace suyas esas palabras del salmista, evidenciando que su esperanza absoluta está en su Padre.
 
San Pablo nos ofrece lo que pudo ser un himno de la primitiva comunidad cristiana, anterior a la carta a los Filipenses. Este precioso himno destaca la fuerza de la encarnación de Cristo y su abajamiento hasta la muerte de cruz, pero también su exaltación por encima de todo. Ese himno expresa también la perfecta vinculación entre humillación y glorificación.
 
Por tanto, la liturgia de este Domingo de Ramos nos recuerda que nuestra meta es participar en la gloria del Mesías, pero a ésta sólo llegaremos a través del sufrimiento con sentido redentor. Porque nuestro Salvador, al asumir el dolor humano ha transformado su sentido, dejando de ser la desgracia o la terrible tragedia inevitable en la existencia humana, llega a ser causa de redención. Pero sólo encontraremos esta mística del sufrimiento si logramos entender el genuino mesianismo de Aquel a quien hoy aclamamos jubilosos.
 
El relato de la pasión que nos ofrece san Lucas lejos de ser una narración anecdótica sobre hechos ocurridos en el pasado, es una proclamación de fe válida para los creyentes de todo tiempo y lugar y una ocasión para entender que la pasión del Señor continúa en tantos hermanos necesitados de esperanza, que sufren tantos lugares azotados por la guerra y la violencia.
 
Celebremos con mucha fe los misterios de nuestra redención, que arrancan con este Domingo de Ramos. Que nuestras aclamaciones a Jesucristo broten desde lo profundo del corazón y no se asimilen a las que profieren las multitudes manipuladas, hipócritas o interesadas, que con gritos lisonjeros aclaman a falsos mesías, gobernantes terrenales, hinchados de poder temporal, que en su egolatría se embriagan con las adulaciones serviles de sus abyectos incondicionales. Nosotros aclamamos al verdadero y único Mesías, el que nos amó y se ofreció “hasta la muerte y muerte de cruz”.
 
Que la Semana Santa, de modo especial los días del Triduo Sacro, sean mucho más que tiempos de vacaciones y esparcimiento (a veces no tan “sano” y mucho menos “santo”). Que estos días sean el espacio propicio que nos lleve a interiorizar y vivir intensamente los misterios de la muerte y resurrección del Señor, en los que se sustenta nuestra fe y esperanza.
 
Jesucristo, quien se encarnó, humilló, murió y resucitó para nuestra salvación, y ahora se ofrece en la Eucaristía, renueve y transforme nuestra existencia cristiana, de modo que podamos ser auténticos peregrinos y testigos de esperanza, en medio de este mundo tan convulsionado y necesitado de ella.