Llegamos al tercer domingo de Pascua, de este tiempo en que celebramos de modo privilegiado la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. El jubiloso acontecimiento de la resurrección del Señor es el corazón del Evangelio, que necesitamos proclamar y testimoniar con gozo, en medio de sombríos escenarios muerte que provocan desánimo. El Papa Francisco nos llama a no dejarnos contagiar de la “la sicología de la tumba”: “…que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo” (EG 83).
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La resurrección del Señor: el corazón del Evangelio
San Lucas, por un lado, en Hechos de los Apóstoles presenta el discurso audaz discurso de Pedro el día de Pentecostés, en el que anuncia con claridad y valor la resurrección del Señor, basado en el testimonio. En el evangelio, por el contrario, narra la experiencia de los discípulos tristes y desanimados que “iban aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, a unos tres kilómetros de Jerusalén”. Aunque en realidad nadie conoce la ubicación exacta de Emaús, sin embargo todo parece indicar que ellos se alejaban no sólo de la ciudad geográfica de Jerusalén, sino que se alejaban de lo acontecido allí.
De modo muy escueto san Lucas resume el actuar de los dos hombres: “iban conversando acerca de todo lo que había sucedido”. La frase es corta y lapidaria. “Todo lo sucedido” encierra la dolorosa experiencia de la pasión del Señor en medio de una espiral de injusticia y violencia, hasta desembocar en la muerte ignominiosa en la cruz. ¿Se podría conversar de una situación tal sin tristeza, miedo y desilusión?
La situación de los discípulos de Emaús es de alguna forma la nuestra. Nos enfrentamos a dificultades, problemas, enfermedades, inseguridad y todo tipo de situaciones adversas. Es muy difícil salir adelante sin la fe en el Señor resucitado y sin la esperanza que sólo él puede infundirnos. Sin estas virtudes nos arrastran el desánimo y la desilusión. Esto es precisamente lo que estaba ocurriendo con los discípulos de Emaús.
“Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo”. No haber reconocido a su Maestro podría parecer increíble. Él los llamó, ellos lo siguieron, lo escucharon y compartieron su mesa. Pero no lo reconocieron porque tenían los ojos velados por la tristeza. Así sucede en la vida de las personas sumidas en sus penurias, incapaces de reconocer la presencia del Señor. Ya el Concilio Vaticano II advertía sobre las cegueras generadas por muchas situaciones (cf. GS 10), que no dejan reconocer la presencia del Señor, quien siempre está a nuestro lado.
Jesús se acerca y pregunta a los discípulos de Emaús: “¿De qué conversan mientras van de camino?”… Uno de ellos, Cleofás, le replicó: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?”. La escena, con rico sabor oriental y exquisita calidez humana, presenta a un desconocido que se une a conversar, lo que resulta extraño a nuestras sociedades modernas, pues incluso pareciera una intromisión. El Señor va con nosotros, camina a nuestro lado, pero muchas veces no somos capaces de conocerlo y hasta nos parece un intruso. El desánimo ensombrece la presencia de Jesús en nuestras vidas.
En respuesta a la pregunta, ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno… cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte y lo crucificaran. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto”. “Nosotros esperábamos” expresa desilusión. Ahora ya no esperan nada. Sólo queda desilusión y desesperanza.
A pesar de que las mujeres y otros testigos les anunciaron que estaba vivo, los discípulos de Emaús no fueron capaces de entender. Jesús les reprocha con dureza: “¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura”. Pero aunque ellos no lograban entender, “su corazón ardía” al escucharlo.
Al acercarse a la aldea, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Al invitarlo a quedarse, ellos abrieron la oportunidad para el encuentro con el Señor resucitado. Lo reconocieron “al compartir el pan,” después de haber recibido el pan de la Palabra: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. “Compartir el pan” es un momento propicio para que acontezca el encuentro personal con el Resucitado y para que sea posible anunciar a otros esa experiencia.
Sólo podremos ser genuinos discípulos y misioneros de Jesucristo si nos dejamos encontrar por él en el camino; si lo invitamos a quedarse con nosotros; si escuchamos su Palabra y compartimos la Eucaristía, Pan de la vida, y nuestro pan cotidiano con nuestro hermanos; si le abrimos nuestro corazón y nuestra vida. Entonces podremos, como los discípulos de Emaús, vencer todos nuestros miedos, angustias y desilusiones y podremos, como Pedro, testimoniarlo con gozo y valentía.
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