El evangelio de este domingo nos invita a descubrir a Jesús como Maestro, Profeta y Mesías poderoso, capaz de erradicar los males y de todo lo que se opone al Reino de su Padre. El Deuteronomio prometió que Dios enviaría un profeta semejante a Moisés. Jesús no es sólo ese profeta esperado, sino alguien superior a Moisés, porque es el Hijo del Padre, su Verbo eterno y Mesías, el que viene a salvarnos, derrotando los males que azotan, hieren y destruyen la humanidad.

 
San Marcos narra el inicio del ministerio de Jesús, entrando en la sinagoga el sábado y comenzando a enseñar. El evangelio nos invita a asistir al primer acto del ministerio de Jesús. Una vez que ha llamado a sus primeros discípulos y ha empezado a “estar con ellos”, tiene lugar la novedad del Reino: el Evangelio de Jesús, “una doctrina nueva, con autoridad”, superior a los profetas, a los maestros de Israel y al mismo Moisés.
 
Jesús y sus cuatro primeros discípulos, llamados para “estar con él y ser enviados”, llegan a Cafarnaúm. San Marcos describe lo que va ocurriendo durante una jornada allí. Sólo en dos ocasiones el evangelista presenta paso a paso los sucesos de una jornada: aquí el primer día del ministerio del Señor y el último, en el momento de su pasión y muerte (Mc 14-15).
 
La autoridad de Jesús es reconocida en la sinagoga, su fama se difunde (1,27-28) y suscita la pregunta: “¿Qué es esto?” Sorpresivamente sucede algo paradójico. Parece increíble que en un día santo (el sábado), en un lugar santo (la sinagoga), ante una comunidad santa (la asamblea de Israel), se encuentre presente un hombre que tiene un “espíritu impuro”. Sin embargo un episodio tal, en el inicio del ministerio de Jesús, tiene mucho sentido, ya que la liberación de ese hombre, hace descubrir al “Santo de Dios”, lleno del Espíritu, como apareció en el bautismo (1,10-11), y vencedor de Satanás, como se manifestó en las tentaciones (1,12-13).
 
El “espíritu inmundo” subyuga y domina al hombre. Es el mal con su fuerza destructora. Su presencia se advierte en signos de dolor, angustia, gritos y convulsiones. Pero Jesús tiene poder para someter el mal y lo demuestra liberando al hombre poseído. El lado oscuro de la historia humana, con su carga de sufrimiento, comienza a ser expuesta ante el Mesías, portador del Reino de Dios. El “espíritu inmundo” intenta alejar a Jesús con tres frases:
“¿Qué tenemos contigo, Jesús de Nazaret?”; “¿has venido a destruirnos?”; “¡Sé quién eres tú: el Santo de Dios!”.
 
Es sorprendente que el espíritu impuro sepa quién es Jesús. Más aun, pronuncia palabras más parecidas a la confesión de fe de un discípulo que a un opositor del Reino de Dios. Revelando la identidad de Jesús, el espíritu impuro pretende apartarlo, pero basta la palabra con autoridad del “Santo de Dios” para expulsarlo: “¡Cállate y sal de él!” Esta orden reduce el mal al silencio y a la derrota. Aunque el espíritu se resiste, al final obedece. Los intentos de resistencia del espíritu inmundo acentúan más la soberanía del Señor. La agitación violenta y las convulsiones del hombre expresan intentos de rebelión por parte del mal y el “fuerte grito” sólo demuestra lo inútil de su resistencia.
 
Una vez liberado el hombre, san Marcos se vuelve a enfocar hacia la reacción de la multitud en la sinagoga. Impresionada por el poder de la palabra de Jesús, lo reconocen como “Maestro con autoridad”. Todos reconocen el éxito de la liberación, captan el significado del ministerio inicial de Jesús y la noticia empieza a difundirse. Si antes, el espíritu inmundo con tres frases había intentado rechazar a Jesús, ahora la multitud, con otras tres frases, le expresa su aceptación: “¿Qué es esto?”, “¿quién es este?”, “¡una doctrina nueva, expuesta con autoridad!”.
 
La doctrina es “nueva” porque es la “Buena Nueva” por excelencia, el Evangelio. Y la novedad del Reino se comienza a ser expresada en la palabra y en el ministerio de Jesús. El anuncio del Reino se acompaña de hechos: “manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen”.
 
San Marcos no pretende narrar un hecho anecdótico del pasado. Quiere mostrar la salvación que siempre y en todo momento nos trae Jesús, por medio de su palabra y de sus acciones. Él viene a liberarnos de todo mal y poder opositor al Reino de Dios, sobre todo del pecado, para darnos oportunidad de una vida nueva, por la fuerza liberadora de su Palabra.
 
Sin embargo ese pasaje del inicio del ministerio del Señor también interpela. ¿Cómo explicar la presencia de un hombre poseído por un espíritu inmundo en espacios y ambientes tan sagrados? ¿No será una denuncia contra la ineficacia de un culto o contra un sistema religioso que favorece el mal? ¿O será una llamada de atención para quienes debieran estar en oración, pero no son tocados por la gracia de Dios? Son preguntas no sólo para el judaísmo de ese tiempo, sino también para nosotros y para nuestra forma de vivir personal y comunitaria.
 
Jesús viene a devolvernos la libertad que su Padre nos otorgó al crearnos. Nos libera de todos los males que destruyen en nosotros su proyecto de salvación. Por tanto, ningún poder maligno debe invadir nuestros espacios, mucho menos los más sagrados. Pero también necesitamos preguntarnos: ¿si “hasta los espíritus inmundos le obedecen”, qué no habrá de esperar de nosotros? Y si los habitantes de Cafarnaúm no pudieron callar y difundieron con entusiasmo la noticia, con cuánta mayor razón lo haremos nosotros, sus discípulos misioneros, bautizados y llenos del Espíritu Santo, alimentados con la misma palabra poderosa de Cristo y con la fuerza de la Eucaristía.