Gracias a Dios termina el año civil 2024. Iniciamos el 2025, Año Jubilar de la Encarnación, cobjados bajo el amparo y el manto protector de María Santísima, Madre de Dios. Éste es el primer título y el más importante de todos los demás títulos marianos, el cual le fue reconocido y declarado en uno de los primeros y más relevantes concilios ecuménicos en la historia de la Iglesia, el Concilio de Éfeso, convocado por el emperador Teodosio II y celebrado en el año 431. Esta proclamación solemne, dogma de fe, tuvo lugar después de que la maternidad divina de María había sino cuestionada, incluso negada por algunos herejes, entre los cuales destacó un personaje llamado Nestorio, quien no sólo fue monje, sino también llegó a ejercer como patriarca de Constantinopla. Gracias a los esfuerzos tenaces de san Cirilo de Alejandría y a la confianza que tuvo en él el Papa Celestino, se llegó a proclamar tan importante dogma de fe: María no sólo es madre de Cristo hombre, sino también de Cristo Dios, y por eso mismo puede ser llamada con toda propiedad “Madre de Dios”.
 
Gracias a la que dio a luz al Verbo eterno del Padre hecho hombre, hemos recibido con toda plenitud la bendición divina, que el libro de los Números anunció en su tiempo para los hijos de Israel. Por medio de ella “el Señor nos bendice y proteje, ilumina su rostro sobre nosotros y nos concede su favor. Él nos muestra su rostro y nos concede la paz”. Jesucristo, nacido de la Virgen María es la mejor de las benidiciones. Él es el rostro visible del Padre misericordioso. A través de la “Mujer”, como la llama san Pablo en su carta a los Gálatas, de la cual nació nuestro Salvador, Dios nos concede la más grande y la mejor de todas las bendiciones, en la persona de su propio Hijo unigénito. Por el fruto bendito de las purísimas entrañas de su Madre, Dios nos protege de todos los males, de los cuales el mayor es el pecado; por medio de ella hace brillar esplendorosamente su rostro sobre nosotros y nos concede la Paz por excelencia, la que nos viene por Cristo, ya que él mismo “es nuestra Paz” (Ef 2,14).
 
La adoración de los pastores al niño Jesús es sumamente elocuente. San Lucas pone de manifiesto cómo Dios se manifiesta a través de la pobreza, en la sencillez y en la debilidad de un recién nacido. El Hijo eterno, “resplandor de su gloria e imagen de su ser” se manifiesta en un indefenso niño, recostado en un pesebre. Los pastores, hombres rudos del campo, que no gozaban de buena reputación en aquellos tiempos y lugares, son los primeros en recibir el Evangelio e inmediatamente se convierten en testigos y anunciadores de la Buena Nueva de la salvación. Son peregrinos, pregoneros y testigos de esperanza.
 
María, la Madre del Verbo eterno que ha tomado cuerpo en sus entrañas purísimas, a pesar del privilegios con la que ha sido honrada, adopta la actitud humilde y contemplativa ante el misterio que se le revela, transformándose en modelo del discípulo misionero, capaz de discernir siempre la voluntad de Dios, aceptarla en la vida y ponerla en práctica. Ella, la Madre de Dios, es la primera portadora de esperanza y modelo de todos los peregrinos de esperanza.
 
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