Las notas esenciales de la Iglesia son: una, santa, católica y apostólica. Al celebrar la solemnidad de Todos los Santos, reconocemos precisamente la santidad de Dios que brilla en ella, en su Iglesia. Ésta es santa porque Dios, su autor, es el “Santo de los Santos”, porque Jesucristo la santificó con su sangre y porque el Espíritu Santo la sigue santificando. Todos los bautizados, a pesar de nuestras fragilidades y miserias tenemos vocación común a la santidad y no sólo quienes la han vivido en grado heroico y han sido beatificados o canonizados.
 
En el contexto de su visión el Templo de Jerusalén, el profeta Isaías escuchó que los serafines aclamaban a Dios: “Santo, santo, santo es el Señor” (Is 6,3). Es el “trisagio” o alabanza al “tres veces santo”, es decir a Aquel que posee toda la santidad. El número tres en la Biblia, al mismo tiempo que simboliza algo superlativo, también de alguna forma anuncia y prefigura a la Trinidad Santísima.
 
La noción bíblica de santidad es muy rica. Por una parte, la palabra hebrea qódesh posee una idea de separación de lo profano, pues “lo santo” está lleno de un dinamismo misterioso magnífico, que provoca sobrecogimiento y fascinación y hace experimentar la pequeñez e indignidad humana; pero por otra parte, en el concepto de “santidad” se expresa la revelación de Dios mismo, es decir, define la santidad en su origen mismo, que es el propio Dios, “fuente de toda santidad”.
 
Aunque la santidad de Dios es de suyo inaccesible, sin embargo, por su propia voluntad y decisión, él la comunica, en primer lugar a las personas, después a lugares, objetos… Dios manifiesta su santidad mostrando su gloria y poder, pero también su compasión. A los humanos nos toca reconocer la santidad divina, mediante respeto y adoración, pero también mediante la compasión. Éste es el significado de la expresión del Padrenuestro: “Santificado sea tu nombre”.
 
En el Antiguo Testamento la santidad divina Dios se manifestó como un poder majestuoso capaz de aniquilar (1 Sam 6,19-20), pero también de bendecir (2 Sam 6,7-11). De modo que, por su santidad, Dios puede destruir, pero también y sobre todo perdonar y salvar (Os 11,9). Por eso, Dios eligió para sí un pueblo de entre todos los de la tierra, para que fuera también una “nación santa”. Le dice: “Sean ustedes santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lev 19,2).
 
Pero el Santo y Eterno ha ido más allá. Por medio de su Hijo, por su sangre derramada en la cruz, se ha adquirido un nuevo Pueblo santo: “Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuésemos santo e irreprochables en su presencia por el amor…” (Ef 1,4). Así, nosotros, los que por el bautismo nos unimos a Cristo y recibimos el Espíritu santificador, somos santos. Por eso san Pablo suele llamar “santos” a los cristianos (cf. 2 Cor 13,12; Ef 1,1; Flp 1,1).
 
En el bautismo, Dios nos liberó del pecado y nos unió a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote “santo, inocente, inmaculado…” (Heb 7,26). Por eso, en sentido general, los “santos” somos básicamente los cristianos, los que formamos la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Todos los que creemos en Cristo y formamos su “Cuerpo místico”, somos también santos por elección y vocación. Hemos sido santificados y llamados a vivir en santidad.
 
Por desgracia no todos vivimos nuestra vocación común a la santidad, como enseña Lumen Gentium V, del Concilio Vaticano II y la Exhortación Apostólica del Papa Francisco Gaudete et Exultate. Tristemente el pecado sigue presente en nuestra vida. Pero también hay quienes viven esa vocación en un grado supremo: los que a pesar de sus fragilidades, han logrado llevar de manera heroica su camino de santidad en la tierra, y ahora son reconocidos por la Iglesia como modelos de virtud e intercesores ante Jesucristo. Ellos son los santos, “beatificados” o “canonizados”, partícipes de la plena y perfecta comunión con Dios, quien es “Fuente de toda santidad”.
 
El evangelio de hoy nos recuerda que el camino para la santidad es la vivencia de las bienaventuranzas. Éstas expresan la identidad de los discípulos de Jesús. Son una especie de resumen del Sermón de la Montaña y todo el Evangelio. Son “buena noticia”, anuncio de la felicidad que trae el Reino de Dios. Jesús mismo es el primer “bienaventurado” porque es él las vive en grado supremo. Ellas son el programa de vida de los discípulos de Cristo.
Las bienaventuranzas son realidad y expectación. Su cumplimiento definitivo llegará en el futuro, pero acontecen ya en el presente. Desde ahora los “que tienen espíritu de pobre” están entrando en el Reino de Dios, aunque su pertenencia plena llegará al final; los que lloran comienzan recibir la consolación por el anuncio de la Buena Nueva; los mansos son ya los destinatarios de las promesas; los hambrientos y sedientos de justicia empiezan ser saciados. Las bienaventuranzas son realidades actuales que se proyectan hacia su plenitud. Nuestro camino de la santidad es según el programa de las bienaventuranzas.
 
Esperamos que al final todos seamos parte de esa multitud de elegidos que nadie podía contar, como describe el Apocalipsis: “individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas… vestidos con una túnica blanca…”, porque habremos “lavado y blanqueado la túnica con la sangre del Cordero. Tenemos esperanza de estar allí, al final de todo y ser semejantes a Dios, “porque lo veremos tal cual es”. Entonces juntos sin cesar podremos cantar el himno y proclamar: “La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero”…
 
Al Santo por excelencia y Fuente de toda santidad, a Él “la alabanza, la gloria, la sabiduría la acción de gracias, el poder y la fuerza”, por los siglos de los siglos. Amén.