En diversos ámbitos de la sociedad se impulsan programas llamados de “desarrollo humano”. El “Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo” (PNUD), denomina así a aquello que sitúa a las personas en el centro de su propio desarrollo, fomenta su promoción, propicia el aumento de sus posibilidades y el disfrute de su libertad.

 
 
Según ese Programa, el “desarrollo humano” está encaminado a satisfacer las necesidades de la persona, las cuales fueron clasificadas por el sicólogo A. Maslow (Una teoría sobre la motivación humana, 1943) en una especie de pirámide. Según ésta la persona requiere satisfacer desde las necesidades más básicas, hasta alcanzar la “autorrealización”. Según esa jerarquización, Maslow sostiene que conforme las personas satisfacen las necesidades del inferior de la pirámide, desarrollan las más elevadas, como la “necesidad de ser y de autorrealización”. La conclusión es que de esta satisfacción dependerá encontrar sentido válido a la vida.
 
 
Es bueno, sin duda, entender al ser humano en su desarrollo y en la búsqueda de la satisfacción de sus necesidades elevadas. Sin embargo es cuestionables que la “autorrealización” sea lo que realmente constituya la meta más alta a la que podemos aspirar las personas y lo que nos otorgue la verdadera felicidad.
 
 
El primer libro de los Reyes narra una experiencia que rebasa toda expectativa humana ordinaria, la de un joven e inexperto rey que acaba de asumir la responsabilidad de gobernar. El Señor se le apareció en sueños a Salomón y le ofreció: “Pídeme lo que quieras y yo te lo daré”. Se trata de un ofrecimiento totalmente fuera de lo común. Pero, de manera también increíble, el joven monarca no pidió a Dios lo que se hubiese esperado: poder, conquistas para ensanchar su territorio, larga vida, riquezas o la muerte de sus enemigos. Salomón sólo pidió a Dios “sabiduría de corazón para gobernar a su pueblo y distinguir entre el bien y el mal”.
 
 
Esa petición rebasa la búsqueda de satisfacción de las necesidades humanas, superando con mucho la pirámide de Maslow, pues la sabiduría que pide Salomón supera la sola satisfacción personal. Aunque la sabiduría también es un don para uno mismo, su principal cometido es servir a los demás, sin afanes egoístas. A Dios le agrada que Salomón pida sabiduría para gobernar bien a su pueblo. Por eso le concede “un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes, ni lo habrá después”. Además le dio lo que no le había pedido, “tanta gloria y riqueza que ningún rey se le pudo comparar”. La sabiduría es el mejor de los bienes.
 
 
En la misma línea de la sabiduría que viene de Dios, se ubican las dos parábolas de Jesús que escuchamos. Compara el Reino de los cielos con un tesoro escondido en un campo y con un comerciante en perlas finas. Ambas imágenes subrayan el valor supremo del Reino, el gozo del hallazgo y la consecuente exigencia para que los discípulos, con sabiduría, opten por él. “Tesoro” y “perlas” designan grandes valores que no pueden dejar indiferentes y exigen un compromiso radical y absoluto.
 
 
En razón de las múltiples guerras en Palestina y sus alrededores (por su posición geográfica, entre Mesopotamia y Egipto), las personas solían esconder sus objetos valiosos, como monedas o piedras preciosas, en vasijas de arcilla. Pasada la amenaza, los tesoros eran desenterrados, pero algunos quedaban ocultos hasta que alguien tenía la suerte de hallarlos. El hombre de la parábola parece ser un jornalero que trabaja un campo ajeno. De modo insólito, sin prisa alguna, vuelve a esconderlo. No actúa de manera furtiva, lo que para muchos sería lo más “lógico y normal”. Más bien, “lleno de alegría” por el hallazgo, renuncia a todo y lo adquiere.
 
 
Todo es inesperado y sorprendente. El afortunado y honesto campesino, con toda calma, vuele a esconder el tesoro, vende sus posesiones y adquiere el campo. Esconderlo de nuevo tiene relevancia, pues el tesoro no puede ser obtenido de modo fácil, ventajoso o ilegal. El hombre procede con rectitud, pues la compra del campo le da derecho al tesoro. El énfasis recae en “vender todo lo que tiene” para comprar el campo.
La otra parábola va en la misma línea: “También es semejante el Reino de los cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra”. Ahora es un comerciante acaudalado, dispuesto a invertir su capital en lo más valioso. A diferencia del campesino que encuentra el tesoro por azar, el comerciante busca ex profeso perlas preciosas. El encuentro ahora no ocurre fortuita e inesperadamente, sino como consecuencia de la afanosa búsqueda del comerciante.
 
 
Sin embargo, ambas parábolas convergen en lo esencial. Los personajes actúan exactamente igual. Ambos “van, venden todo lo que tienen y compran”. Ellos logran descubrir y optar por un valor supremo y absoluto, ante el cual todo lo demás queda relativizado. Ese valor supremo es el del Reino de Dios. En esa misma línea procede el sabio pescador, capaz de desechar los peces malos, para quedarse únicamente con los buenos.
Para Salomón el bien supremo fue la sabiduría, para los discípulos de Jesús es la opción por el Reino de Dios y el seguimiento a él, quien es Sabiduría del Padre, para ponerlos en el centro de la vida, por encima de cualquier satisfacción personal, incluida la propia “autorrealización”. Cuando con sabiduría se opta por el Reino, como valor absoluto, se cumple lo que dice san Pablo: “todo contribuye para bien de los que aman a Dios, de aquellos que han sido llamados por él, según su designio salvador”. Contribuye, de modo especial alimentarnos de su Palabra y la Eucaristía.