La liturgia de este día 25 de diciembre nos lleva a las profundidades del misterio de la Encarnación. San Juan no narra el nacimiento de Jesús en Belén, como otros evangelistas, sino que nos remonta al misterio de la preexistencia divina del Verbo eterno, pero quien quiso compartir nuestra frágil naturaleza humana.
El Profeta Isaías aclama con gozo por la venida del Señor: “Prorrumpan en gritos de alegría… Verá la tierra entera la salvación que viene de nuestro Dios”. Celebrar Navidad es celebrar al Dios en su más grande cercanía, presente entre nosotros. “El Señor ha consolado a su pueblo”. Isaías nos hace mirar al mensajero que anuncia alegría y paz, el bien y la salvación. El mensajero dice a Sión: “Ya reina tu Dios”. Este reinado Dios, que lleva a cabo la transformación del mundo y de la condición humana, inicia con la llegada de su Hijo eterno. Por eso necesitamos cambiar nuestros criterios, para introducirnos en los del Reino de Dios, Reino de justicia, de paz, fraternidad, de santidad y amor.
La Carta a los Hebreos lleva a contemplar con asombro la grandeza del misterio de la encarnación del Hijo eterno de Dios, el “resplandor de la gloria del Padre, la imagen fiel de su ser, y quien sostiene todas las cosas con su palabra poderosa”. “Por él hizo el universo”. Dios ya no habla más por medio de profetas. Ahora lo hace por medio de su propio Hijo. No hay otra manera más grande y elocuente del hablar de Dios. Un niño aún incapaz de hablar es “la Palabra por Excelencia”, “el Verbo Eterno del Padre”, el que “sostiene el mundo con su palabra poderosa”.
Ese misterio del Dios es inefable y a la vez tan cercano. La dignidad del Hijo es incluso mayor que la de los mismos ángeles, pero al mismo tiempo Jesús es un humilde hijo de la humanidad, pues quiso asemejarse en todo a sus hermanos menos en el pecado. Por eso, los ángeles, que lo adoran desde siempre, invitan a los pastores y a todos a adorarlo en Belén.
El prólogo evangelio de san Juan que se proclama este día de Navidad posee un contenido teológico muy rico, denso y profundo. Como la Carta a los Hebreos, afirma que aquel niño nacido en la humildad de nuestra carne es en realidad el Verbo eterno de Dios, la “Palabra que desde el principio estaba junto a Dios y era Dios”. Por eso profesamos, en el Credo, que Cristo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho…”
Al mismo tiempo que san Juan presenta la grandeza maravillosa del misterio del Verbo con el Padre desde toda la eternidad, también afirma que el Verbo encarnado es la “luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” y añade: “en el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él, y sin embargo el mundo no lo conoció”. Y aunque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”, sin embargo, “a quienes los recibieron, les concedió el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre…”
Jesús, el Verbo hecho carne, que habita entre nosotros, quiere ser la Luz que ilumine nuestra existencia. Pero es necesario aceptarlo. Si lo recibimos, él iluminará todas nuestras oscuridades y nos guiará por el camino de la verdad. De lo contrario permaneceremos en las tinieblas del error y del pecado. Si lo aceptamos encontramos el camino, porque él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Sólo recibiendo a Cristo podremos construir un mundo sobre la base de la misericordia y la caridad. Sólo permitiendo que en realidad “ponga su choza entre nosotros”, podremos sanar las heridas infligidas por el odio, el egoísmo, la violencia, la venganza y las luchas fratricidas. Sólo testimoniando que hemos creído en su nombre seremos hijos de Dios, dejaremos que él sea nuestro hermano y generaremos espacios de fraternidad entre nosotros.