Es Navidad. Con júbilo contemplamos el nacimiento del Hijo eterno de Dios que quiso compartir nuestra débil, frágil y caduca naturaleza. Navidad significa celebrar con gratitud el inmenso amor que el Padre ha tenido hacia nosotros, pobres y miserables pecadores. La tierra se alegra y los ángeles en coro celebraran el acontecimiento más grande y sublime de todos los tiempos y cantan jubilosos: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama Dios”.
 
Las tinieblas que envolvían la tierra han sido vencidas como anunció el Profeta Isaías: “el Pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz, una luz ha resplandecido”. Es la aurora luminosa, el amanecer de un día sin precedentes. Sobre la humanidad sumergida en sombras de muerte, en las tinieblas del pecado y de la maldad, surge de lo alto el “Sol de la justicia”. Sobre un mundo de ciegos y de corazón ensombrecido se derrama la luz del el Hijo eterno hecho hombre, para justificarnos y darnos la vida eterna.
 
San Lucas sitúa el nacimiento de Jesús en circunstancias históricas aunque un tanto imprecisas, para enmarcar en la historia el acontecimiento que da sentido a esta misma historia, el nacimiento del Salvador. El Ángel del Señor se dirige a un puñado de humildes pastores, en contraste con el edicto real a todo el Imperio. El mensaje es sencillo: “ha nacido un niño que será el Salvador, el Mesías y Señor”. Es el ”Principe de la paz”, que nace en medio de una paz artificial (la Pax Augusta) impuesta por decisión imperial y bajo el popular principio latino: “si vis pacem, para bellum” (“si quieres la paz, prepara la guerra”). Pero, en la Ciudad de David nace Aquel que trae la verdadera y genuina paz, no solo para Israel o el Imperio romano, sino para toda la humanidad, la que no puede acontecer por decreto imperial, sino por decreto del Dueño de la historia.
 
Apenas terminado el anuncio a los pastores, una legión del ejército celestial se une al Ángel del Señor y todos a coro entonan un himno de alabanza porque ha nacido el Salvador. El coro celeste invita a proclamar la gloria de Dios, porque el nacimiento de ese niño es la gran efusión de la paz sobre los que ama Dios.
 
La Navidad está envuelta en paradojas. Mientras los cielos y la tierra exultan en cantos de alabanza, un recién nacido duerme en el un humilde y anónimo pesebre; de la grandeza del misterio que supera la imaginación, nos acercamos a la realidad de un pequeño, pobre entre los pobres; el que ha existido por siempre en la sublime morada divina, pero que por amor ha querido poner su choza entre nosotros. Ese niño indefenso, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, entre pajas y animales, es el Verbo eterno hecho carne.
 
Otra paradoja más tiene que ver con el sentido de la Navidad. Al no conocerse la fecha exacta del nacimiento de Jesús, en el s. IV, se la fijó el 25 de diciembre. En ese momento, se buscó cristianizar una antigua fiesta pagana llamada “Natalis invicti Solis” (nacimiento de sol invencible) y celebrada el solsticio de invierno. El objetivo era celebrar al “Sol verdadero que nace de lo alto”, Cristo Salvador, una gran idea en ese tiempo, pero siglos después, en una lamentable paradoja, muchas veces hemos vuelto a hacer de la fiesta cristiana, una fiesta pagana. En el s. IV el culto idolátrico a una creatura, el sol, cedió paso al culto del Dios verdadero, pero, por desgracia, muchas veces ahora hemos reconvertido nuevamente la Navidad en fiesta pagana, con expresiones idolátricas al consumismo, a la diversión, a los placeres, a los vicios…
 
Es necesario recuperar el sentido original y genuino que tiene la Navidad. Pero para lograrlo, esto tenemos que dejar iluminar nuestra mente y corazón por aquel pequeño nacido para nuestra salvación y permitir que la luz de su amor impregne nuestra existencia y destruya en nosotros las sombras del pecado.
 
Si vivimos la caridad, podremos descubrir el rostro misericordioso del Padre que resplandece en quien ha querido compartir nuestra carne; si acogemos a los pobres, recibimos al Niño pobre; si consolamos a los tristes, consolamos su llanto; si amamos a nuestro prójimo, a él amamos.
Belén (“Bet-Lehem”) podría significar “casa del pan”. Y allí nació el único “Pan” que puede saciar el hambre de toda la humanidad, pues alberga en su pesebre al “Pan de la vida”. Él quiere alimentarnos con su Palabra y Eucaristía, pero también, como “Dios con nosotros”, se ha hecho solidario con el hambre y las carencias de los pobres. Por eso, creer en el “Pan de la vida”, significa también aprender a compartir nuestro pan y a llevar la esperanza que genera su alimento.
 
El profeta Isaías anunció: “Un niño nos ha nacido,… y su nombre será: ‘Consejero Admirable’, ‘Dios poderoso’, ‘Padre sempiterno’, ‘Príncipe de la paz’”. No son sólo nombres. Este pequeño es el único que puede dar la verdadera paz al mundo empecinado por la guerra y la discordia, el “Shalom” de Dios, su presencia salvadora, ya que él es Emmanuel, “Dios con nosotros”. Necesitamos esa Paz, que nos compromete luchar contra los odios y luchas fratricidas que nos destruyen y deshumanizan.