Celebramos el cuarto y último domingo del tiempo del Adviento. La liturgia de hoy nos ofrece tres lecturas relacionadas con el misterio de la Navidad: el profeta Miqueas habla de Belén y del jefe que ha de nacer en esa humilde pequeña aldea, san Lucas nos presenta el relato de la visitación, en el que Isabel reconoce a María como la madre del Señor, mientras que la Carta a los Hebreos, por su parte, refiere la actitud de Jesús al venir a este mundo.
 
Miqueas (“quién como Yahvé”) fue un campesino del suroeste de Jerusalén. Contemporáneo de Isaías, vivió momentos difíciles a causa de la dominación asiria (727-721 a.C.). Le tocó ver como Senaquerib, rey de Asiria, en respuesta y escarmiento a un intento de rebelión, invadió Judá y le impuso fuertes tributos. Su mensaje parece sombrío, pues anuncia que el Señor va a manifestar su justicia y a castigar tantos pecados, destruyendo Samaria y Jerusalén. Sin embargo, el Profeta deja una puerta abierta a la esperanza, entendiendo el castigo como una llamada a la conversión.
 
El rey mesiánico, descendiente de David, del humilde clan de Efrata (Belén), la reunión de las tribus dispersas y la inauguración de la paz, que se extenderá por toda la tierra, son signos de un futuro promisorio y esperanzador. Un pequeño resto fiel, surgido del corazón del pueblo, será instrumento de esa purificación y en la humilde aldea de Belén nacerá el Rey prometido. El profeta Miqueas hace ver cómo de lo pequeño Dios puede hacer surgir algo muy grande, porque gracias a su misericordia infinita, actúa y manifiesta su salvación desde donde menos se podría esperar. Por eso desde aquella aldea insignificante “se levantará aquel que pastoreará a su pueblo con la fuerza y majestad del Señor…” Así actúa el que: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes…”
 
El episodio de la visitación, en el que tiene lugar el cantico del “Magnificat”, deja ver cómo es el actuar de Dios en la encarnación de su Hijo. María, elegida por su humildad, acogió el anuncio del Ángel con gran disponibilidad para participar en el plan divino, por eso responde: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí como has dicho”. El Señor elige lo que parece insignificante para manifestar su grandeza y, por medio de su Espíritu, genera grande gozo. María, se dirige presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, para servir a Isabel y sobre todo para llevarle la alegre noticia de la salvación. Isabel responde con el mismo gozo que produce el Espíritu Santo.
 
Todo el pasaje de san Lucas está impregnado de júbilo. María, “entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la creatura saltó, de gozo, en su seno”. En respuesta, Isabel, también llena del Espíritu Santo, exclama en voz alta (literalmente “un fuerte gritó”, un grito de júbilo) una de las más bellas frases que seguimos dirigiendo a María a través del tiempo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Esta expresión hebrea denota un superlativo: la mujer más bendecida, en virtud del fruto de sus entrañas (el “Bendito” por excelencia) y porque ha creído: por ser la madre del Señor y por su fe. Al reconocer eso en María, Isabel expresa lo que para ella significa esa visita: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme”?
 
Se suma enseguida otra alabanza de Isabel: “Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado por parte del Señor”. Esta felicitación es una genuina bienaventuranza, la primera en el evangelio de san Lucas y la que anticipa las que después pronunciará Jesús (6,20-23). María es bienaventurada porque es pobre, al estilo de los pobres de Yahvé, los que tienen su seguridad solamente en Dios, y por haber creído. Por su fe, ella acepta incondicionalmente la propuesta del Señor. Por esta misma fe, ella se reconoce como la humilde sierva del Señor, abriendo a la acción salvadora del Padre, en su Hijo, por el Espíritu Santo.
 
Dios realiza su salvación por medio de los humildes. Así lo hizo con Belén, la pequeña entre las aldeas de Judá, de donde hizo surgir el jefe de Israel, como anunció el Profeta Miqueas. Así también, de la “humilde sierva del Señor”, Dios hace surgir a la “llena de gracia”, la “bendita entre las mujeres”, la que llamarán “bienaventurada todas las generaciones”. Por eso también Jesús llamará bienaventurados los pobres, a los que nada poseen y tienen su seguridad sólo en Dios, cuya condición les favorece para abandonarse totalmente a Él. El primero de estos pobres es el propio Jesús, por su docilidad absoluta a la voluntad del Padre, como nos recuerda la Carta a los Hebreos.
 
El Señor nos invita a los bautizados, a quienes nos alimentamos con su Palabra y Eucaristía, a ser dichosos con el gozo de su salvación. Pero es necesario ser pobres y sencillos de corazón. Esto significa aprender a decir como María: “Yo soy sirva o siervo del Señor” y como el propio Jesús: “Aquí estoy, vengo para hacer tu voluntad”.