Hace algunos años, cuando la catequesis se reducía al aprendizaje de memoria de algunas preguntas y respuestas, casi siempre en preparación para la primera comunión, una típica de ellas era: “¿Dónde está Dios?” Las respuestas, por cierto doctrinalmente correctas, rezaban más o menos así: “Dios está en todas partes”, “en el cielo, en la tierra y en todo lugar”… Sin embargo para muchos de nosotros, eso representó sólo un aprendizaje teórico, abstracto y sin mayor trascendencia o repercusión para la vida.
“¿Dónde está Dios?”, es una pregunta que no pide sólo una respuesta aprendida de memoria. Es una interrogante existencial que exige respuesta en este mismo sentido. Es el cuestionamiento que se plantea sobre todo en circunstancias difíciles o desgracias, como una enfermedad, un accidente, el fallecimiento de un ser querido… Es entonces cuando solemos preguntarnos: “¿Dónde está Dios?” Ciertamente no bastan fórmulas abstractas. Es preciso encontrar otro tipo de respuesta, como nos orienta precisamente la Palabra de Dios que proclamamos este domingo.
El primer libro de los Reyes nos presenta el llamado “Ciclo de Elías”. Aquí ocurre el enfrentamiento del Profeta con la monarquía de Israel, apartada del Señor, y señala el cumplimiento infalible de la Palabra divina. En su primera aparición (1 Re 17-19), Elías, anuncia la sequía como castigo por la idolatría; después de desafiar y vencer a los falsos profetas de Baal, en el Monte Carmelo, y una vez que termina la sequía, el Profeta tiene que salir huyendo de la furia del rey Ajab y de su impía esposa Jezabel, quienes intentan matarlo. Caminó cuarenta días y cuarenta noches y, con la fuerza del alimento que tomó, llegó hasta el Horeb, la montaña donde Dios se había manifestado a Moisés (Ex 3; 19; 33).
Elías se dirige al lugar sagrado de las manifestaciones de Dios, pero tendrá una experiencia muy diferente a la de Moisés. El Profeta entró en una cueva y estuvo allí hasta que recibió la orden de salir y ser testigo de la presencia de Dios. Entonces ocurre lo sorprendente: “Vino primero un viento huracanado, que partía las montañas y resquebrajaba las rocas; pero el Señor no estaba en el viento. Se produjo después un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Luego vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego”. Llama la atención que en esa misma montaña del Horeb, donde Dios se manifestó a Moisés en medio de fenómenos extraordinarios, ahora Elías tenga que preguntarse: “¿Dónde está Dios?” El viento huracanado, el terremoto y el fuego, típicos en las “teofanías”, esta vez no son signos de la manifestación de Dios.
“Después del fuego se escuchó el murmullo de una suave brisa”. Algo en apariencia tan pequeño, insignificante y sin mayor trascendencia propicia la manifestación de Dios. Elías se encuentra con su Señor en la suavidad de la brisa, símbolo de una exquisita intimidad. Si bien es cierto que Dios puede manifestarse a través de fenómenos asombrosos, como hizo con Moisés, también está presente, de manera sencilla y cercana, comparable con el murmullo de la suave brisa. Dios está también en lo que parece tan ordinario, anodino e insignificante, como la cotidianidad de la vida. Lo fundamental es saber descubrir esa presencia divina.
A veces por la simpleza, pero también a veces por el asombro que desconcierta, corremos el riesgo incluso de confundirlo. Ésta es lo que nos presenta hoy el evangelio de san Mateo. Inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús pide a sus discípulos que se dirijan a la otra orilla en una barca. Una vez que despidió a la gente, Jesús se fue al monte a orar. El evangelio narra que “entretanto, la barca iba ya muy lejos de la costa y las olas la sacudían porque el viento era contrario”.
El lago o mar de Galilea, en razón de sus dimensiones (21 km. de longitud norte-sur y 13 km de longitud este-oeste, con una profundidad máxima de 48 ms, con un perímetro de 53 km y una superficie de unos 165 km²), su entorno montañoso y, sobre todo, su profunda depresión, a más de 200 m. por debajo del Mar, generan con frecuencia una inestabilidad, que se traduce en la presencia inesperada de fuertes vientos, que encrespan olas que alcanzan los dos metros.
San Mateo apunta: “A la madrugada Jesús fue hacia ellos caminando sobre el agua”. Un hecho sin duda asombroso y fuera de lo común, pero lo más importante es ante todo descubrir a Jesús que se acerca, sin embargo ellos no fueron capaces de descubrirlo, por lo menos en un principio. “Los discípulos al verlo andar sobre el agua, se espantaron y decían, ¡es un fantasma! Y daban gritos de terror”. En medio de lo agitado del lago, al amanecer, viene Jesús hacia sus discípulos, pero ellos no logran descubrirlo y lo confunden con un fantasma.
Jesús tranquiliza a sus discípulos y les dice que no es un fantasma, sino él mismo quien se acerca a ellos, Pedro, al percatarse que es el Maestro, le pide ir a su encuentro, caminando también sobre las aguas. Jesús se lo concede. Pero surge otro problema: “al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, comenzó a hundirse y gritó: ¡Sálvame, Señor!”. Jesús de nuevo acude en su ayuda, le da la mano para sostenerlo, pero también le reprocha: “Hombre de poca fe, por qué dudaste”.
Desde tiempos antiguos, ese pasaje fue interpretado no sólo como un hecho sucedido en Galilea, sino como un relato emblemático y aplicable a todos los tiempos. La barca en la que se encontraban los discípulos, atacada en la noche por las inclemencias del tiempo podría representar a la comunidad cristiana navegando bajo la oscuridad de la noche y bajo el impacto de vientos fuertes y grandes olas. Pero el amanecer nos trae a Jesús. Podemos encontrarnos con él y vencer todo miedo y temor.
Es preciso descubrir al Señor presente, cercano, dándonos la mano para auxiliarnos, aunque también puede reprochar nuestras vacilaciones y falta de fe. La “madrugada” de este pasaje anuncia el “Amanecer” por excelencia, el de la resurrección, que fundamenta nuestra fe. El Señor viene a nuestro encuentro de muchas formas, sobre todo en su Palabra y en su Eucaristía. Estando con él, nada podemos temer.