Dentro del espíritu penitencial de la Cuaresma, este cuarto domingo nos invita a alegrarnos, desde la antífona de entrada, inspirada en el profeta Isaías: “Alégrate Jerusalén, y que se reúnan cuantos la aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad”. Pero no se trata una alegría cualquiera, sino de la que surge del corazón de quien se sabe amado por Dios. San Pablo nos recuerda que “la misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, pero él nos dio la vida con Cristo y en Cristo”. El amor infinito de Dios produce enorme gozo. Y san Juan se refiere al alcance del amor divino cuando Jesús dice a Nicodemo: “Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
 
El segundo libro de las Crónicas ejemplifica el favor de Dios, con la reconstrucción de templo de Jerusalén, después del exilio. El Señor paciente, a pesar de los rechazos, siguió enviando mensajeros a su pueblo para indicarle el camino que le aseguraba la paz y la alegría. Por eso, Dios siguió llamando a la conversión, aunque su amor y generosidad muchas veces chocaron con la infidelidad de Israel y sus dirigentes, pues “los sumos sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, practicaron todas las abominables costumbres de los paganos y mancharon la casa del Señor, que él se había consagrado en Jerusalén”.
 
Esa ofuscación contrasta con la generosidad de Dios quien a pesar de todo “los exhortó continuamente por medio de sus mensajeros porque sentía compasión de su pueblo y quería preservar su santuario”. Ante la obcecación “ya no hubo remedio”. Vino la destrucción de Jerusalén y de su templo. Sin embargo, al final de todo, Dios, por medio de Ciro rey de Persia, permitió que Israel volviera a su tierra y reedificara su templo, espacio privilegiado para encontrarse con su Señor.
 
Ese relato evidencia ya la generosidad de Dios, pero su amor infinito se manifestará con toda su plenitud en su Hijo. Si bien, la mayor infidelidad del pueblo judío a Dios se hará patente en la muerte del Mesías, ésta sin embargo abrirá paso a la resurrección, por medio de la cual la salvación llegará a toda la humanidad. Por eso afirma san Pablo “Por pura generosidad de Dios, hemos sido salvados. Con Cristo y en Cristo nos ha resucitado… Dios muestra, por medio de Jesús, la incomparable riqueza de su gracia y de su bondad para con nosotros”. Por tanto, la resurrección del Señor es una expresión maravillosa de amor del Padre para con su Hijo, pero también para con todos nosotros.
 
Recordando lo dicho por san Juan el domingo pasado sobre Jesús, el verdadero Templo de Dios, su muerte y resurrección expresan el amor que sobrepasa con mucho lo que significó la reconstrucción del templo de Jerusalén. La resurrección de Cristo reconstruye el verdadero Templo, en el que nos encontrarnos con Dios vivo y experimentamos su amor infinito.
 
Jesús es la mejor prueba del amor divino hacia el mundo, por eso le dice a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Dios exhibe su amor haciendo “levantar en lo alto” a su Hijo. Esta expresión se refiere a la crucifixión, signo de ignominia, pero también de victoria sobre el pecado y la muerte. Con la cruz inicia la dinámica de elevación, que proseguirá con el “levantarse” de la resurrección y culminará con la ascensión a los cielos.
 
En resumen, el completo misterio de Cristo, pero sobre todo su Pascua, expresa el infinito amor del Padre a la humanidad: “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que él mundo se salvara por él”. Esto nos recuerda a Ez 33,11: Dios no quiere “la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. Nosotros a pesar de ser pecadores contamos con la infinita misericordia de Dios, que se manifiesta en la cruz de su Hijo amado, signo a la vez de dolor y de triunfo, en su muerte redentora, y en la restauración del Templo vivo y santo, por su gloriosa resurrección.
 
Pero Dios no coarta la libertad humana. La aceptación o el rechazo del amor infinito de Dios depende de cada persona. Por eso Jesús le dice al hombre que vino de noche a buscar la luz: “El que cree en él no será condenado, pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios”. Aceptar o rechazar la luz de la salvación que nos ofrece el Padre en su Hijo es una decisión personal que impacta a toda la comunidad. San Juan se refiere a la condenación no sólo como realidad futura, sino ya presente, por eso enfatiza que el que no cree “ya está condenado”. De esta opción y sus consecuencias depende también poder o no experimentar, ya desde ahora, la inmensa alegría de la salvación.
 
Necesitamos preguntarnos: ¿Cómo estamos aceptando el inmenso amor del Padre y de su Hijo? ¿Cómo manifestamos que nuestras obras, especialmente están hechas según Dios? ¿Se expresan en el ejercicio del amor al prójimo? Que el alimento de la Palabra divina y de la Eucaristía nos fortalezcan y ayuden a responder al infinito amor del Padre y de su Hijo, para que la alegría de la salvación permanezca siempre en nosotros.
 
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