La Palabra del Señor cuestiona seria y fuertemente nuestra vida cristiana. San Lucas presenta a Jesús de camino hacia Jerusalén, para culminar la misión que el Padre le encomendó. De pronto alguien le pregunta: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” Era común la opinión de que muy pocos habrían de salvarse, de modo que aquel desconocido se acerca a Jesús y le pregunta si es verdad lo que se decía. Sin dar una respuesta teórica a esa pregunta, que buscaba satisfacer una curiosidad, el Señor aprovecha para dar una importante exhortación.
 
A Jesús no le importan las teorías, sino las decisiones que orientan la vida. En ese sentido, la fe, que es ante todo don de Dios, pero al mismo tiempo una respuesta humana, es también una opción firme que involucra todo nuestro ser y su proyección en la vida. La fe no se reduce a un determinado rasgo sectorial o parcial de la persona, sino que abarca toda nuestra existencia y se expresa en acciones, sobre todo de caridad.
 
Jesús dice: “Esfuércense en entrar por la puerta que es angosta”. En vez de querer saber cuántos se salvan, es preciso actuar con decisión. La imagen de la puerta estrecha expresa las dificultades y renuncias que implica la respuesta de los discípulos de Cristo (cf. 9,23-24; 14,26-27). Es preciso esforzarse al máximo para asumir el Reino de Cristo, en lugar de perder el tiempo con preguntas ociosas o inútiles. No importan las estadísticas, sino de la actitud con que la que cada uno responde a Dios.
 
Si bien la salvación es ante todo don amoroso de Dios, sin embargo es necesaria la respuesta fiel a la gracia divina, mediante la entrega y renuncia de uno mismo. La salvación, que consiste básicamente en la comunión con Dios, se funda en la fidelidad, que pasa por muchas y grandes pruebas y correcciones necesarias, que el mismo Dios hace, como un padre a sus hijos. La Carta a los Hebreos asume que corrección es desagradable de momento, pero al final “produce frutos de paz y de santidad”.
 
No es posible alcanzar la salvación mediante artimañas y argucias. Jesús enseña que ante Dios no valen sobornos, tráfico de influencias, ni privilegios.
 
Un pragmatismo tal funciona en sociedades plagadas de mañas y corrupción, pero no en el Reino de Dios. De modo claro y contundente, Jesús evidencia la imposibilidad de “entrar por la puerta ancha”, la de lo fácil y cómodo: “Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta diciendo ¡Señor ábrenos! Pero él les responderá: ‘no sé quiénes son ustedes’…” Para entrar en el Reino de Cristo no basta tener cierta cercanía con él. Se requiere fidelidad a él y a su palabra.
 
En el banquete del Reino, con los patriarcas y los profetas, habrá “desconocidos” ignorados (“los últimos”), mientras que los considerados más dignos (“los primeros”) podrán quedar fuera. Ya el profeta Isaías advertía a Israel: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua. Vendrán y verán mi gloria”. Ver la gloria de Dios significa participar de su salvación. Los paganos, considerados excluidos del proyecto divino, no sólo participarán en éste, sino que añade además: “de entre ellos escogeré sacerdotes y levitas”. Esto resultaba escandaloso. Pero Dios a nadie excluye y elige a quienes estén dispuestos a responderle con fidelidad.
 
Lo realmente decisivo es cómo asumimos las enseñanzas de Jesús y la repercusión que tienen en nuestra existencia, incluida también nuestra espiritualidad y vida litúrgica. Corremos el riesgo de quedarnos en ritualismos cultuales vacíos, que ya fueron denunciados enérgicamente por los profetas, como Isaías y por el mismo Jesús. No importa la procedencia de las personas, judías o paganas, sino la respuesta decidida que cada quien dé y que nace de lo más profundo del corazón.
 
La perspectiva universalista, anunciada por el profeta Isaías ya se ha hecho realidad en la Iglesia de Cristo. Muchos pueblos, “del norte y del sur, del este y del oeste”, nos hemos reunidos en la confesión de una misma fe y todos somos testigos de la santidad de Dios y de la gloria de su Hijo Jesucristo. Sin embargo, es preciso ahora plantearnos una pregunta fundamental: nosotros, miembros de la Iglesia católica (universal), en la que se hace o debiera hacerse presente el Reino de Dios, con la forma de vida y con las acciones que realizamos, ¿en verdad seremos dignos de participar en el banque definitivo, en la plenitud de ese Reino? ¿El Señor nos reconocerá como suyos, o corremos el riesgo de ser echados fuera?
 
Que el alimento de la Palabra y de la Eucaristía nos impulsen a responder al llamado de Jesús, para que seamos auténticos discípulos misioneros suyos, convencidos de nuestra fe, y que ésta al manifestarse en el ejercicio de la caridad, nos haga dignos de entrar en la plenitud del Reino de Dios.
 
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