Jesús promete la “paz” a sus discípulos, es decir les garantiza su presencia y la del “Paráclito”, pero también les pide una respuesta consecuente: cumplir lo que les ha mandado, y que se sintetiza el amor. Por eso concluye: “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ese me ama.
Entramos en la recta final del festivo tiempo litúrgico de la Pascua, en el que celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado, sobre el maligno y sobre la muerte. Hoy hemos orado al Señor para que nos conceda “continuar celebrando con incansable amor estos días de tanta alegría en honor del Señor resucitado…” Pero también le pedimos “que los misterios que hemos venido conmemorando se manifiesten siempre en nuestras obras”. La oración colecta contiene estos dos importantes aspectos para nuestra fe cristiana. La resurrección de Jesucristo es el acontecimiento que otorga sentido a nuestra vida, por eso la celebramos con amor incansable y con grande gozo, pero es preciso que eso mismo que celebramos se exprese y manifieste claramente en nuestras acciones.
Ese es también, de alguna forma, el mensaje que Jesús nos deja en el pasaje del evangelio de san Juan, en continuidad con el del domingo pasado. El evangelista narra que antes de la pasión, Jesús se reúne con sus discípulos en el Cenáculo. Allí les dirige un discurso de despedida, el cual constituye una especie de “testamento espiritual”. Les revela que va a regresar al Padre, pero les promete que no los dejara solos. Además de garantizarles que volverá a ellos, también les anuncia que rogará para que el Padre les envíe otro “Paráclito” (el que estará junto a ellos para socorrerlos, animarlos y defenderlos como guía, abogado, consolador…), el Espíritu Santo.
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El que acepta mis mandamientos…
Los discípulos pueden estar seguros de la permanencia del Señor entre ellos y que nunca los abandonará. Esta presencia es la paz prometida, motivo de gozo inmenso. Pero al mismo tiempo, Jesús les recuerda algo muy importante: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos” (Jn 14,15). El mismo que “amó a los suyos, hasta el extremo” (Jn 13,1), espera una respuesta igual de amor, que consiste en cumplir sus mandamientos, siendo el principal y el mayor de todos el del amor. “Los suyos”, sus genuinos discípulos, son los que se aman uno a otros (cf. Jn 13,34-35).
Dicho de otro modo, Jesús promete la “paz” a sus discípulos, es decir les garantiza su presencia y la del “Paráclito”, pero también les pide una respuesta consecuente: cumplir lo que les ha mandado, y que se sintetiza el amor. Por eso concluye: “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ese me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré en él” (Jn 14,21).
Aceptar y cumplir los mandamientos de Jesús es la prueba más clara del amor a él y a su Padre. Más aún, el mismo Jesús está presente en quien lo ama y cumple sus mandamientos. Esto ha sido siempre fundamental y lo sigue siendo hoy en nuestros tiempos. Por desgracia hay hermanos que dicen tener fe, se hacen llamar cristianos católicos, incluso participan del culto sagrado, pero no se comprometen con el mandamiento supremo del amor. El apóstol Santiago (2,14-22) cuestiona este tipo de “fe”, a la que califica como “estéril” y “muerta”.
Una religión que no tenga como prioridad cumplir los mandamientos de Jesús, sobre todo el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, o que pretenda practicar únicamente aquello que gusta o acomoda a las propias preferencias o conveniencias es ajena al Evangelio, incluso lo contradice.
Vivir el mandato del amor implica entrega, donación y servicio generoso. Exige dejar de lado las aficiones y gustos personales, para buscar ante todo el bien de los hermanos. Cumplir los mandamientos de Jesús, que se resumen en el amor, es una tarea difícil, pero necesaria e insoslayable. Es donación de la propia vida por el bien de los demás.
No es posible pretender creer en Jesús y llevar una vida orientada por principios ajenos a sus enseñanzas o por criterios mundanos. También el apóstol san Pedro nos exhorta a vivir la fe con firmeza y convicción y nos invita a estar dispuestos siempre “a dar las razones de nuestra esperanza”. Esto no es cuestión sólo de palabras o argumentos racionales, sino ante todo de testimonio con la vida. Según el apóstol Pedro, hasta el sufrimiento mismo puede engendrar esperanza, si se asume y vive gozosamente conforme al ejemplo del propio Cristo.
Oremos para que el Paráclito, el Espíritu Santo que Jesús prometió a sus discípulos, y que hemos recibido en el bautismo y con mayor plenitud en la confirmación, nos fortalezca, impulse y anime a vivir con auténtica coherencia y firme convicción nuestra fe. Que sepamos cumplir los mandamientos de Jesús, que se sintetizan en el amor a Dios y a nuestro prójimo. Sólo así podemos llamarnos y ser en verdad sus discípulos.