En la recta final de la cincuentena pascual aclamamos jubilosos a nuestro Salvador Jesucristo, a quien el Padre glorificó al resucitarlo de entre los muertos y al llevarlo con gran honor a su diestra. Este tiempo litúrgico nos recuerda que nuestra vida cristiana es una permanente pascua, es decir, un continuo morir al pecado, para resucitar con Cristo a la vida nueva, así como también un incesante e incansable ascenso para participar eternamente con él, en reino eterno del Padre.
El verbo “ascender” posee de suyo un significado positivo, pues conlleva la idea natural de crecimiento. En el lenguaje cotidiano, “ascender” es sinónimo de mejorar, lograr resultados, alcanzar metas, honores… Desde la antigüedad, al vencedor de una competencia se le subía a un estrado alto, como signo de honor. Los tronos de los monarcas se colocaban en sitios elevados. Estos conceptos no son ajenos a la Biblia, incluyendo el lenguaje. Expresiones como “Dios reina en lo alto”, “gloria a Dios en las alturas”… manifiestan reconocimiento de su poder divino.
De allí nació la idea del “cielo”, morada de Dios, como un sitio en lo más encumbrado del firmamento, aunque sabemos que el Señor está presente en todas partes y no puede ser contenido por espacio alguno. Sin embargo, desde tradiciones hebreas antiguas se dice que para participar de la felicidad eterna es preciso “subir a Dios”. De este modo, la “ascensión” (o “asunción”) de personajes como Henoc (Gn 5,24), Elías (2 Re 2,11), incluso de Moisés (en fuentes extrabíblicas) son formas de expresar una especial participación en la gloria y majestad de Dios.
Ese es el sentido en el que podemos entender la ascensión de Jesús a los cielos. No se trata, por tanto, de un simple cuadro romántico, incluso rayando en lo mitológico, sino de una manera muy clara y enfática de expresar la predilección del Padre por su Hijo amado, quien por obediencia se humilló y entregó a la muerte para redimir a la humanidad.
La ascensión de Jesús posee al menos un doble significado:
En primer lugar es el reconocimiento y recompensa que el Padre otorga su Hijo, por su fidelidad y obediencia, pero que también nos aprovecha. Por eso, san Pablo invita a comprender “la extraordinaria grandeza del poder de Dios para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo… La glorificación de Jesús a la diestra del Padre, nos da esperanza de participar en ella.
En segundo lugar, la Ascensión marca una nueva etapa para la vida y misión de los discípulos de Jesús y un modo nuevo de acompañarlos. No es una despedida nostálgica que deja en orfandad. Al contrario, se inaugura un modo nuevo de la presencia del Jesús y de continuar su misión. San Mateo expresa esta nueva etapa, con la promesa y garantía de que el Señor estará con los discípulos “hasta el final de los siglos”.
San León Magno decía: “Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre, y ahora que vuelve al Padre tampoco se aleja de sus discípulos”. Como humano, no perdió su divinidad ni su intimidad con el Padre. Al regresar a Él, tampoco pierde su cercanía, comunión y solidaridad con los humanos. Por eso reza también el prefacio de hoy: “No se fue para alejarse de nuestra pequeñez, sino para que pusiéramos nuestra esperanza en llegar a donde él que es nuestra cabeza nos ha precedido”. Por tanto, nuestra tarea de los “discípulos y misioneros de Cristo” es continuar su misión evangelizadora, hacer nuevos discípulos suyos y convencer a muchos, con palabras y testimonio, de que vale la pena seguir sus enseñanzas.
Los Once regresan a Galilea, al mismo lugar donde fueron llamados. Después de las fallas y huidas vuelven a encontrarse con quien los llamó desde el inicio, pero ahora con toda la fuerza pascual del Resucitado. Al verlo, ellos lo reconocieron y adoraron. Aunque sin vencer del todo sus temores, van a continuar la misión, dejando a un lado la cómoda pasividad.
Lo que menos podemos hacer nosotros es quedarnos estáticos, pasmados, mirando al cielo, como aquellos galileos interpelados por los hombres vestidos de blanco. Sería erróneo quedarnos inermes, sumidos en la pasividad y en la resignación fatalista cuando tenemos una gran tarea. Necesitamos ser portadores de esperanza y de sentido de la vida y de anunciar con firme convicción que, a pesar de las adversidades, pruebas, enfermedades, rechazos…, no estamos en orfandad o abandono, porque el Resucitado nos acompaña y su Espíritu nos fortalece.
No podemos quedarnos mirando al cielo. Necesitamos continuar la misión, en ascensión constante. Urge proclamar al mundo que Cristo sigue vivo, en medio de nosotros y nos llama a construir un mundo mejor y más justo, a edificar y ayudar a crecer a una sociedad en la que renazca la esperanza y los valores más altos, a pesar de tantos tristes escenarios.
Celebrar la Ascensión del Señor implica un compromiso con la historia humana, para impulsarla y “elevarla” con la fuerza del Resucitado, presente en su Palabra, en la Eucaristía y en la comunidad de fe. Es preciso ir cuesta arriba, testimoniando los valores que dignifican y enaltecen. Celebrar la Ascensión significa nadar contra la corriente, que siempre se desplaza hacia abajo y arrastra lo que encuentra a su paso. Es anunciar, con “parresía” (audacia, decisión, libertad) que ello es posible porque Jesús sigue estando con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”.