La muerte de las personas es un acontecimiento que posee profundo significado. No es simplemente el último paso del ciclo vital, como los demás seres que nacen, crecen, se reproducen y mueren. La muerte humana tiene un enorme sentido antropológico. Es una experiencia trascendente para quien fallece, pero también para otras personas, especialmente los seres queridos. La muerte no es un hecho individual o aislado. Es una realidad que involucra familias, pueblos y sociedades, sobre todo cuando las personas fallecen en circunstancias terribles, sean desastres naturales, como el huracán Otis que azotó Acapulco, o como las víctimas de la guerra en Medio Oriente, Ucrania…, o a causa de la violencia, que por desgracia va en aumento cada día en nuestro País.
Para quienes no tienen fe, la muerte es sólo el paso obligado de todos, el implacable e inexorable momento del que nadie puede huir. Pero ésta es una “visión fatalista”, es decir que considera la muerte únicamente como el destino ineludible, ante lo que no queda sino una pobre y lastimera “resignación” por tan inevitable desgracia y desenlace trágico y doloroso. Pero ésta no es la visión cristiana. La perspectiva que nos da la fe es totalmente distinta, la que nos llega por la luz de la revelación divina.
Ya el AT miraba la muerte de frente y con lucidez. Desde los ámbitos más primitivos de la historia bíblica la muerte no era aniquilamiento. Al tiempo que un cuerpo humano se depositaba en la fosa, se decía que había algo indefinible del difunto, como una especie de “sombra”, que subsistía en el “sheol” (abismo), al que “bajaban” los muertos. La Biblia latina tradujo esta palabra como “ínfera”, palabra poco feliz para el castellano, que la tradujo como “infiernos” (por eso decimos que Cristo descendió “ad ínfera”, ámbito de la muerte). Aunque el “sheol” no era propiamente un lugar de castigo sino una especie de “morada de los difuntos”, sin embargo tampoco era agradable, pues se entendía como desolación y abandono, al estar privados de la vida, sin posibilidad de alabar a Dios (cf. Sal 6,6).
El “sheol” no daba posibilidad de retorno (cf. Job 10,21), lo que provocaba tristeza, nostalgia, desesperanza. Por eso, los hombres del AT, valoraban la vida terrena como un don de Dios, aunque sabían que esa era frágil y efímera, como “un soplo” o “una sombra que pasa”. Pero también se fue cultivando la esperanza de una vida sin final. Al tiempo que se acepta la muerte como designio divino que evidencia la humildad de la condición humana, frente al Dios inmortal y eterno, va surgiendo no sólo el deseo de una vida sin fin, sino la esperanza de una participación mayor con ese Dios que posee la vida en plenitud. Esto es sobre todo para los justos e inocentes, cuya muerte no se puede asociar al pecado. La pregunta era: ¿Por qué tiene que morir el justo con el culpable? Y también, ¿por qué tienen que compartir la misma suerte en el “sheol”?
De allí que en época más tardía se anuncia el triunfo supremo de Dios sobre la muerte y la liberación definitiva del hombre, sustraído a su dominio, cuando llegue el reinado escatológico de Dios (cf. Is 25,8). Para participar en ese reinado, los justos que “duermen en el polvo” resucitarán para la vida eterna, mientras que los impíos permanecerán en el “sheol” (cf. Dn 12,12), como cárcel de los impíos. En cambio los justos serán llevados a Dios e introducidos en su gloria (cf. Sb 4,7), para siempre.
Los cristianos sabemos que sólo podemos entender el misterio de la muerte a la luz de la fe en Jesucristo, la Resurrección y la Vida. Creemos que con él ha llegado el reinado de Dios anunciado por las profecías. Por tanto, el sentido auténtico y genuino de la muerte y la vida se esclarece sobre todo desde la luz pascual del Señor muerto y resucitado.
Isaías anunció que la muerte del “Siervo de Yahvé” sería un sacrificio expiatorio por los pecados de los hombres, según designio de Dios (cf. 53,8-12). La muerte de Jesucristo, el genuino “Siervo de Yahvé”, es la que da sentido a nuestra propia muerte. La cruz nos hace comprender el amor infinito del Padre, que no entregó a su propio Hijo para liberarnos de la muerte, entendida como la gran tragedia humana provocada por el pecado.
Ciertamente es poco lo que podemos comprender. Nos toca sólo contemplar el misterio de Dios y de su inmenso amor por nosotros. El misterio de la persona humana, de la vida, incluso del sufrimiento y de la muerte se esclarecen y cobran sentido en el Hijo que entregó su vida por “rescatar al esclavo” (cf. pregón pascual).
Jesucristo, que nos amó hasta el extremo de morir por nosotros, nos hace pasar de “la región de los muertos a la región de la vida” (san Efrén). Él, muerto en la cruz, se levantó glorioso del sepulcro. Su resurrección otorga sentido pleno a toda nuestra existencia y a nuestra propia muerte y nuestra fe adquiere un significado nuevo. Por eso dice san Pablo: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también fe. Y quedamos como testigos falsos de Dios…” (1 Cor 15,14).
Los evangelios narran de manera muy escueta el acontecimiento que sustenta nuestra fe, la resurrección del Señor. Hablan de un “amanecer”, el del primer día de la semana. No es cualquier amanecer. Es la alborada de una época nueva que comienza, porque la resurrección del Señor hace que termine una era de oscuridad, de pecado y de muerte para dar paso a una era de luz, gracia y vida. Es el “primer día de la semana” porque inicia una nueva época y una nueva creación.
Por tanto, para los creyentes en Jesús, celebrar el día de los fieles difuntos tiene ante todo el sentido de celebración de la vida, la que nos ha otorgado nuestro Mesías muerto y resucitado. Por eso también la liturgia ha querido celebrar este día inmediatamente después de la solemnidad de Todos los Santos. Los difuntos, fieles a Cristo, al llegar al fina de su vida terrena, son llamado a participar de la Pascua eterna, que el Dios de la vida celebra con todos sus santos y elegidos. Nosotros, desde la tierra, por medio de la Eucaristía, nos unimos a esa misma liturgia celestial y eterna.